Uruguay

Sube el ardor, asciende el deseo. Devenir afrofeminista

4 abril, 2021

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Rebelarte

Sube el ardor, asciende el deseo. Devenir afrofeminista

¿Cuándo me reconocí como una mujer negra? ¿Cuándo fue que aquella palabra que tantas veces había leído y escrito, “interseccionalidad”, se hizo visible en mí, en mi cuerpa, en mi voz, en mis luchas, como amalgama de opresiones y también, de resistencia?


Un domingo cualquiera, una semana cualquiera. Entro a la ducha, y mientras me enjuago el pelo recuerdo aquel viernes añejo. Había cobrado un magro aguinaldo en el trabajo precarizado del momento, y decidí arrimarme a una peluquería afamada del centro de Montevideo. Pido un tratamiento de hidratación, todo parece correr por los carriles de la naturalidad, hasta que tras el último lavado surge un hiato, una puesta entre paréntesis que quedaría latiendo: la peluquera menciona, al pasar, “¿Te hacemos un brushing?”. -No, le digo, ¿no tienen una opción para pelo rizado? “No”, responde. 

Ese “No” quedaría zumbando en mi cabeza por horas, días, meses, años, hasta llegar a hoy. Detrás de ese monosílabo se encontraría en definitiva, aquel racismo estructural del que tantas veces hemos leído o escuchado, pero fundamentalmente, al que tantas veces sentí en el cuerpo, como un ardor molesto que asciende por la tráquea, como una contractura inmanejable. Aquel racismo estructural que encuentra en las hebras de nuestro pelo rizado un espacio para morder con fiereza. 

¿Cuántos años alisé mi pelo? Ya no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es la vergüenza, la molestia, la diferencia que sentía caer sobre mí por mi pelo, aquel sobre el que han caído infinitos calificativos: “desordenado”, “desprolijo”, “despeinado”, “sucio”, y tantos otros. Recuerdo la sensación de la no pertenencia a un mundo bajo el reinado de la blanquitud, donde cada hebra ponía de manifiesto la lejanía, la no-pertenencia. Lejos estaba aún de enunciarme como afrofeminista, pero recuerdo desde siempre el regurgitar de aquel ardor, aún bajo el mandato del alisado como fuerza del blanqueamiento. 

¿Por qué alisarlo? ¿Qué representa? No fue hasta mucho tiempo después que me atreví a esbozarme a mí misma algunas respuestas, algunas simplistas, otras atravesadas por el propio racismo, y pocas sinceras en el reconocimiento de las opresiones que transversalizan nuestra vida, la de las mujeres negras. Resuena en mí diariamente, cada vez que me miro con desdén al espejo, aquella referencia de bell hooks (2005): “(…) es evidente que el grado en que sufrimos de la opresión y explotación racista y sexista afecta el grado en el que nos sentimos capaces tanto de auto-amor como de afirmar una presencia autónoma que sea aceptable y agradable para nosotras mismas. (…) Juntos, racismo y sexismo les recalcan diariamente a todas las mujeres negras por la vía de los medios, la publicidad, etc. que no seremos consideradas hermosas o deseables si no nos cambiamos a nosotras mismas, especialmente nuestro cabello.” (p. 11).[1]

Esa supremacía blanca opresiva sobre nuestras subjetividades, esa que nos invita a desconocer, anular nuestra identidad, esa misma es la que sentí en la voz de aquella peluquera. Una vez más me enfrentaba a la crudeza del racismo, aunque ahora ya sin la displicencia, sin la naturalidad que me había acompañado toda mi infancia y adolescencia. 

En aquella época, yo ya había dejado atrás el alisado. Comencé a trenzar mi cabello, y un tiempo después, a utilizarlo natural. No sabía la fuerza liberadora que se escondía tras todo ello, lo iría descubriendo lenta y amorosamente, como quien despierta de un largo sueño. 

Por fin

No recuerdo hace cuánto me enuncio como feminista, pero sí recuerdo la importancia de mis amigas para atravesar ese proceso. Para nosotras, los 8 de marzo han sido y son un día muy importante, tomamos las calles, gestamos ritual, condensamos nuestras luchas y nos encontramos con la infinita creatividad que los feminismos despliegan, nos nutrimos de los múltiples conjuros y nos reconocemos como constructoras de otros mundos posibles. 

El 8 de marzo de 2020 fue para mí, sin embargo, una fecha particularmente especial. Unos meses antes conocía a las compañeras del Bloque Antirracista, espacio afrofeminista antirracista al que comenzamos a aproximarnos múltiples mujeres y disidencias afros, indígenas, migrantes y también, otras a quienes dichas luchas resonaban y convocaban. La marcha se aproximaba, y con ella una urgencia que llevaba años palpitándose en los diversos espacios feministas que organizan y sostienen la misma: la necesidad de visibilizar las opresiones específicas que atraviesan a las cuerpas racializadas, el imperioso deseo de que nuestra voz se convirtiese en grito de resistencia y también, de resiliencia. Comenzamos a tejer juntas la batea percusiva con la que abriríamos la marcha, y entre el rugido de los bombos, las latas, la canción escrita por Chabela Ramírez que entre sus versos denuncia “no nos nombran y existimos/ nos abusan desde siempre/ nos juntamos y marchamos/ junto a vos, vos, vos y vos”, me pregunté a mí misma una y otra vez ¿Cuándo me reconocí como una mujer negra? ¿Cuándo fue que aquella palabra que tantas veces había leído y escrito, “interseccionalidad”, se hizo visible en mí, en mi cuerpa, en mi voz, en mis luchas, como amalgama de opresiones y también, de resistencia? 

Ese 8 de marzo pude marchar junto al Bloque y, por primera vez, sentir que mi enunciación como feminista ya no quedaba a medias, que ya no le faltaba algo. “Afros, indígenas, migrantes, mujeres” gritamos, mientras cientos de miles palpitábamos el comienzo de nuestra danza marchante por 18 de Julio, y me subió un nudo en la garganta: por fin me encuentro con otras y otres tejiendo una lucha afrofeminista, antirracista, antipatriarcal y anticapitalista. Por fin nos decimos juntas “afrofeministas”. Por fin nos abrazamos, luchamos y también, sanamos. Por fin. 

Descubrir mi negritud

El candombe me apasionó siempre, desde que tengo memoria. Lejos de venir de una familia candombera, gran parte de mi vida lo vivencié como una experiencia artística y cultural que me provocaba una atracción magnética, sin embargo lejana, una contemplación ante una vivencia que me era externa. No obstante, algo de ese magnetismo traía consigo un mensaje carente de signos, una llamada, una demanda, una mano extendida. 

Un día decidí acercarme al mundo del candombe, y dado que jamás había tomado contacto con ningún instrumento musical, opté por inclinarme por la danza. Me inscribí en un hermoso taller [2] en el que tomé contacto con la relevancia de la danza en la comparsa, la forma en la que los tiempos musicales se sostienen en la “disociación” y en cada universo que dibujan las caderas. Pero, además, comencé a escuchar a Yenny, la docente, comentar sobre el ritmo ancestral que invita a volver siempre a la tierra con fiereza, a la transmisión entre hermanas, madres, amigas y vecinas, al espacio de resistencia y libertad que habilitó y habilita el candombe en tocadores/as y personas danzantes. Mientras ella enfatizaba sobre la mágica conexión transhistórica que se despliega cada vez que el candombe toma una vez más la calle como escenario, me di cuenta de que mi búsqueda por acercarme al candombe iba más allá de aprender una técnica o disfrutar de las endorfinas que la danza traía consigo. Tiempo después, la exploración siguió a través del toque de tambor gracias a los talleres de la Casa de la Cultura – Cuareim 1080[3]. Para ese entonces, ya había dilucidado hacia dónde me llevaba mi búsqueda, ya había escuchado aquel viejo llamado: buscaba aprehender del candombe una forma de estar en el mundo, deseaba descubrir mi negritud más allá de la textualidad, más allá del lenguaje, deseaba explorar una ancestralidad que me había sido negada, desconocida. Deseaba reencontrarme con una identidad que pujaba en mí por ser asumida como propia. 

No sólo no vengo de una familia candombera, sino que no me crié en una familia en la que la negritud tuviese preponderancia. Mi familia materna, la más próxima, siempre se enunció a sí misma como perteneciente a la corriente migratoria hegemónica en nuestro relato histórico; “somos descendientes de italianos y españoles”, me dijeron, más ¿cómo podía ser? Mi familia paterna, linaje afrodescendiente, vivía en la frontera, y la lejanía tanto física como emocional puso una barrera difícil de franquear ante mi identidad afro. Sin embargo, algo palpitó siempre en mí como incompleto, inconcluso, inexplorado, y el racismo que no tardó en hacerse sentir desde mi temprana niñez vino a velar, a complejizar esa exploración, a imponerle el velo de la desidia y el desconcierto. Ello, sumado a la fiereza de las violencias patriarcales y el acoso callejero, que aliadas con el racismo y la colonialidad reinantes me llevaron a vivir múltiples situaciones en las que ser una “negra voluptuosa” se volvía un desafío para habitar cada espacio. 

“Por no ser ni blancas, ni hombres, las mujeres negras ocupan una posición muy difícil en la sociedad supremacista blanca. Representamos una especie de doble carencia, una alteridad doble, ya que somos la antítesis de ambos, blanquitud y masculinidad. En este esquema, la mujer negra solo puede ser el otro, y nunca sí misma”, afirma Grada Kilomba (2012)[4] mientras a mí me resuena cuanto tiempo mi identidad afro me fue otredad. Recuerdo las recriminaciones que recibí por querer hacer uso de la cuota afro en un llamado, “pero vos no sos negra” como mandato aleccionado, como reforzamiento de la disociación, como esfuerzo para enmudecer mi negritud, como una sociedad toda que empuja a la pauperización de las personas afro. Lo recuerdo, sube el ardor, regurgita la rabia, y asciende el deseo de devenir afrofeminista. 

Romper el silencio es romper mi silencio

¿Para qué escribir este texto? Nuevamente, la clave que propone Kilomba (2012)  y que recupera Ribeiro me resulta potente. Escribir es un modo de volverse sujeto [5]. Para mí, pensar los feminismos y, particularmente, los afro feminismos, no es posible sin escribir desde las vísceras. La herencia de Gloria Anzaldúa convoca a producir otras formas de decir y pensar sin la ajenidad de la academia, sin aquella vieja distancia epistémica. Así también, sostiene Ribeiro “Hay personas que dicen que lo importante es la causa, o una posible ‘voz de nadie’, como si no fuésemos corporificados, marcados y deslegitimados por la norma colonizadora. Más, comúnmente, sólo habla en la ‘voz de nadie’ quien siempre tuvo voz y nunca precisó reivindicar su humanidad”[6]. ¿Cómo no pensar los afrofeminismos sin hablar de nosotras mismas? ¿Cómo no pensar la interseccionalidad, las múltiples opresiones que nos atraviesan, la infinitud de luchas que tejemos, sin escucharnos a nosotras mismas? Aquella impostura propia del acto de “romper el silencio”, que recupera Ribeiro (2017) de los trazos de Alice Walker, Audre Lorde y Angela Davis, ya no se basta a sí misma de cualquier manera: romper el silencio es ya romper mi silencio, evidenciar ya al silencio como un silencio situado, en un acto silenciador, y desde una trama que hace posible la ruptura.

 

[1] bell hooks (2005), “Alisando nuestro pelo”. En Revista La Gaceta de Cuba, enero-febrero 2005, nº 1

[2] Taller de danza candombe brindado por Yenny Rocha (bailarina, vedette y docente).

[3] Taller de toque de candombe brindado por Mathías Silva (músico, jefe de cuerda Cuareim 1080)

[4] Kilomba, Grada (2012), “Plantation memories: episodes of everyday racism”, en Ribeiro, Djamila (2016) “Feminismo negro para un nuevo marco civilizatorio”, Sur, Revista Internacional de Derechos Humanos, 2016, vol. 13, n° 24. Traducciones propias.

[5] En Ribeiro, Djamila (2017) “O qué e lugar de fala?”, Ed. Letramento, Belo Horizonte, Brasil.

[6] Traducción propia, extraído de Ribeiro, Djamila (2017) “O que é lugar de fala?”, Ed. Letramento, Belo Horizonte, Brasil.p. 50. Texto original: “Há pessoas que dizem que o importante é a causa, ou uma possível “voz de ninguém”, como se não fôssemos corporificados, marcados e deslegitimados pela norma colonizadora. Mas, comumente, só fala na voz de ninguém quem sempre teve voz e nunca