No más ambivalencia en la cooperación internacional estadounidense
«La USAID lleva mucho tiempo facilitando los intereses empresariales de Estados Unidos mediante el alineamiento de la ayuda para el desarrollo con objetivos económicos y geopolíticos (…) La administración Trump está girando este grado mucho más hacia la reproducción del capital, pero al hacerlo añade un clavo más en el ataúd del sistema multilateral de gobierno mundial, hegemonizado por Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial y que hace tiempo se viene erosionando».
La página web que la pandilla de Musk y Trump aún no ha ocultado mientras escribo esto expone los objetivos de la agencia de cooperación internacional de Estados Unidos, la USAID, en términos muy claros, aunque ambivalentes:
«Nuestro objetivo es apoyar a los socios para que sean autosuficientes y capaces de liderar sus propios caminos de desarrollo. Avanzamos hacia este objetivo reduciendo el alcance de los conflictos, previniendo la propagación de enfermedades pandémicas y contrarrestando los factores que impulsan la violencia, la inestabilidad, la delincuencia transnacional y otras amenazas a la seguridad. Promovemos la prosperidad estadounidense mediante inversiones que amplían los mercados para las exportaciones de Estados Unidos, crean igualdad de condiciones para las empresas estadounidenses y apoyan sociedades más estables, resistentes y democráticas. Como líderes mundiales en ayuda humanitaria, acompañamos a la gente cuando se produce una catástrofe o surge una crisis».
Aunque el contenido de esta página web se refiere a información publicada antes de enero de 2021, es indicativa de la misión de USAID: encontrar la forma de gobernar, articular, hacer congruentes de algún modo las necesidades de la reproducción social con las necesidades de reproducción del capital estadounidense en los países donde interviene. Entiendo tanto capital como reproducción social en un sentido general1.
La USAID lleva mucho tiempo facilitando los intereses empresariales de Estados Unidos mediante el alineamiento de la ayuda para el desarrollo con objetivos económicos y geopolíticos. Una de las principales formas de hacerlo ha sido a través de la ayuda vinculada (tied aid), que históricamente ha exigido a los países receptores la compra de bienes y servicios a empresas estadounidenses, garantizando que los dólares de la ayuda beneficiaran en última instancia a los negocios de ese país. Esto es evidente en los programas agrícolas que facilitaron la venta de productos agroindustriales estadounidenses en el extranjero o en proyectos de desarrollo energético, como los que involucraron a General Electric en África. Además, los proyectos financiados por USAID han desempeñado un papel crucial en la creación de mercados extranjeros, sobre todo en sectores como la agricultura, energía e infraestructura, donde las empresas estadounidenses pueden ampliar su influencia. Por consiguiente, la USAID ha actuado con frecuencia como una extensión de la economía estadounidense, aplicando reformas neoliberales que priorizan la privatización y la desregulación, beneficiando en última instancia a las corporaciones multinacionales estadounidenses. Es más, una parte significativa de su presupuesto se gasta en Estados Unidos, apoyando a contratistas y ejecutores locales.
Históricamente, la USAID ha promovido los intereses geopolíticos de Estados Unidos, alineando su apoyo con objetivos más amplios de política exterior. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, la USAID financió gobiernos y movimientos que se alineaban con los objetivos anticomunistas de Estados Unidos, especialmente en América Latina y el Sudeste Asiático. La promoción de las exportaciones estadounidenses comenzó en el siglo XIX con los productos agrícolas. Esto ha sido analizado por el historiador William Appleman Williams. Su trabajo, junto con el de Paul Baran, Paul Sweezy y Monthly Review, influyó en los estudios sobre el imperialismo estadounidense a partir de la década de 1960. Al principio, los especialistas en comercio de las misiones diplomáticas estadounidenses se encargaban de la promoción de las exportaciones. La creación de la USAID en 1961, como parte de la estrategia de la Guerra Fría, formalizó estos esfuerzos, ampliando la influencia de entidades privadas como las Fundaciones Rockefeller y Ford en la promoción de los intereses estadounidenses y la ingeniería social a escala mundial.
En los 2000, la agencia pasó a ocupar un lugar central en los esfuerzos de estabilización de Estados Unidos en Afganistán e Irak, combinando la labor de desarrollo con objetivos militares. Esta integración comenzó mucho antes, implicando no solo a la USAID sino también al ejército, que desarrolló programas de “acción cívica” que se entrecruzaban con iniciativas de desarrollo económico dirigidas por la USAID y otras agencias gubernamentales estadounidenses. Los programas de acción cívica eran iniciativas gubernamentales y militares concebidas para ganarse el apoyo de la población mediante la prestación de servicios esenciales como infraestructuras, educación y salud. Utilizados principalmente durante la Guerra Fría, estos programas pretendían contrarrestar la insurgencia, ampliar la influencia estadounidense y promover el desarrollo pro occidental mediante la integración de las comunidades locales en marcos políticos y económicos estratégicos. Las primeras investigaciones de NACLA (North American Congress on Latin America), un think tank orientado hacia los movimientos, identificaron estos programas como estrategias de contrainsurgencia que a menudo incluían la formación -y en algunos casos el armamento- de fuerzas anticomunistas locales, incluida la policía y grupos paramilitares civiles.
Esta subordinación a los intereses de seguridad nacional con frecuencia politizó la ayuda, restringiendo la capacidad de la agencia para operar con independencia. En Cuba, creó de forma encubierta la red social ZunZuneo (2009-2012) para fomentar la disidencia política contra el gobierno, reflejando los esfuerzos por promover valores democráticos y desafiar los regímenes adversarios. En Bolivia, las actividades de la USAID llevaron al presidente Evo Morales a expulsar a la agencia en 2013 por apoyar a grupos de la oposición. Del mismo modo, su Oficina de Iniciativas de Transición participó en los esfuerzos de estabilización política en Libia y Kenia, fomentando estructuras de gobierno alineadas con los intereses estratégicos de Estados Unidos.
La evolución de esta organización ilustra cómo la labor de desarrollo internacional se ha visto atrapada en una tensión constante entre los objetivos humanitarios, los intereses económicos estadounidenses y las estrategias geopolíticas. Los programas de la USAID sirven, por tanto, a un doble propósito: la reproducción social y la reproducción del capital. En última instancia, la decisión estratégica en manos de Estados Unidos es una cuestión de grado: cuánta reproducción social se necesita en función de la reproducción del capital. Es la modulación de esta decisión estratégica la que decide los límites, las exclusiones y la calidad de los servicios operados por una organización como la USAID en diferentes contextos y marcos políticos. La administración Trump está girando este grado mucho más hacia la reproducción del capital, pero al hacerlo añade un clavo más en el ataúd del sistema multilateral de gobierno mundial, hegemonizado por Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial y que hace tiempo se viene erosionando.
Una indicación clave de que esta es la intención, y no la destrucción por completo de la USAID, está en el capítulo 9 del infame Proyecto 2025 de la Fundación Heritage, que podemos considerar el libro maestro que guía las políticas de la administración Trump. Escrito por Max Primorac, quien ha ocupado altos cargos en la USAID. El documento critica la dirección de la agencia bajo la administración Biden y traza una hoja de ruta conservadora para reformarla. La recomendación clave del texto es realinear la misión de la USAID con la seguridad nacional y los intereses económicos de Estados Unidos, alejándose de la ayuda de dependencia a largo plazo y de las políticas ideológicas progresistas. Aboga por reducir el gasto “despilfarrador” (todo es despilfarro si no sirve directamente a los intereses estadounidenses), priorizando la autosuficiencia y las soluciones del sector privado frente a la ayuda exterior indefinida, “despolitizando” la ayuda (es decir, reorientándola hacia políticas conservadoras) y contrarrestando la influencia geopolítica de China mediante programas de ayuda estratégicos. El informe recomienda eliminar las iniciativas de radicalismo de género y DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión), restaurando los valores familiares tradicionales en los programas de ayuda y fortaleciendo la libertad religiosa internacional mediante la expansión del apoyo a las organizaciones confesionales. Además, llama a recortar la ayuda humanitaria a regímenes corruptos (Estados Unidos no es, obviamente, un país corrupto), reduciendo la dependencia de los grandes contratistas de ayuda y mejorando la supervisión y la rendición de cuentas de la USAID para evitar la ineficacia y el mal uso de los fondos. Por último, insta a volver a políticas promotoras del crecimiento, incluyendo desarrollo energético, reformas económicas de libre mercado y alianzas más sólidas con socios clave de Estados Unidos para promover la estabilidad global y la prosperidad (capitalista).
Una mente transaccional en acción
El 20 de enero, el presidente Trump firmó la Orden Ejecutiva 14169, titulada Reevaluación y realineación de la ayuda exterior de Estados Unidos, iniciando una suspensión de 90 días en todos los programas de ayuda al desarrollo exterior para llevar a cabo una revisión exhaustiva. Esta supresión excluía únicamente la asistencia alimentaria de emergencia y la ayuda específicamente militar, indicando un movimiento para alinear más estrechamente la distribución de ayuda con los intereses estratégicos de Estados Unidos.
Posteriormente, el Secretario de Estado Marco Rubio anunció planes para fusionar la USAID con el Departamento de Estado, reduciendo de hecho su autonomía y reorientando su misión para servir explícitamente a objetivos de política exterior. Esta reestructuración provocó importantes disturbios organizativos, como la suspensión del personal administrativo de la USAID y la orden a 10.000 de sus empleados en el extranjero de empacar y regresar a casa.
Evidentemente, este cambio ya está teniendo consecuencias reales, puesto que con el ala humanitaria de la USAID ahora menguada, se están recortando drásticamente los fondos para programas de salud, ayuda alimentaria e iniciativas educativas en algunas de las regiones más vulnerables del planeta. En 2023, cuando se recortó la ayuda alimentaria crítica a Etiopía y Yemen, se empeoró una crisis humanitaria ya de por sí terrible. Luego de que la administración Trump ordenara el cese de operaciones de los 10.000 trabajadores, empezaron a salir a la luz informes sobre personas de todo el mundo que quedaron con fármacos y tratamientos médicos experimentales en sus cuerpos. Las comunicaciones con los investigadores que los monitoreaban se cortaron repentinamente, alimentando el miedo y la sospecha. Ante esta situación, los investigadores se vieron obligados a tomar una difícil decisión: ¿debían desafiar las órdenes de cierre para seguir atendiendo a los participantes de los ensayos o los abandonarían para que afrontaran por su cuenta los posibles efectos secundarios y riesgos para la salud?
¡Pero estas consecuencias en la reproducción social están lejos de preocupar a la mente transaccional de Trump!
La medida de fusionar a la USAID con el Departamento de Estado aún requiere la aprobación del Congreso, pero muestra claramente una dirección estratégica. Al fusionar a la USAID con el Departamento de Estado, Trump centraliza de hecho el control de la política de ayuda en el poder ejecutivo, reduciendo la supervisión del Congreso y de las agencias de desarrollo. Esta medida se inscribe en un patrón más amplio de consolidación de poder, en el que las decisiones de política exterior están muy centralizadas y son tomadas por un pequeño círculo de cargos políticos en lugar de diplomáticos de carrera, expertos en desarrollo o comités bipartidistas.
Estas acciones se alinean con el enfoque transaccional más amplio de Trump en política exterior, en el que la ayuda ya no se ve como una herramienta diplomática para fomentar la influencia a largo plazo, sino más bien como una moneda de cambio directa para extraer concesiones geopolíticas o económicas inmediatas. A diferencia de las políticas de ayuda exterior de Estados Unidos tradicionales, que han mantenido un equilibrio (al menos retórico) entre los objetivos humanitarios y los intereses estratégicos, el enfoque de Trump trata a la ayuda como un juego de suma cero: si los países receptores no se alinean con las prioridades de Estados Unidos aquí y ahora, ya sea para favorecer el capital estadounidense o para alinearse más estrechamente con sus intereses geopolíticos, se les corta la financiación. Esto es coherente con el enfoque más amplio de Trump respecto a las alianzas, los acuerdos comerciales y los compromisos militares, sobre los que ha argumentado repetidamente que Estados Unidos no debe “regalar” recursos sin un retorno claro. Al congelar toda la ayuda al desarrollo, excepto la militar y la alimentaria de emergencia, la administración está señalando que los países que reciben apoyo estadounidense deben demostrar una alineación política, económica o militar tangible con las prioridades estadounidenses o se arriesgan a perder la financiación.
También hay motivos para sospechar que esta reestructuración podría allanar el camino para una mayor participación de empresas en la ayuda al desarrollo. Pronto veremos este tipo de política funcionando en la estrategia para Medio Oriente, en la que países como Jordania, por ejemplo -que recibe 1.700 millones de dólares en ayuda de Estados Unidos, casi el 4% de su PIB-, se verán obligados a responder a la visión de Trump de convertir Gaza en el sueño del promotor inmobiliario de la “Riviera del Medio Oriente”, recibiendo a más refugiados palestinos.
Por supuesto, el transaccionalismo en la política exterior no es exclusivo de Trump, ha sido durante mucho tiempo una característica de la diplomacia estadounidense. Los ejemplos de las condiciones impuestas por la USAID durante la Guerra Fría para aliviar la hambruna en India (1965-66) y la estrategia contra el hambre del presidente Herbert Hoover, después de la Primera Guerra Mundial, ilustran que la ayuda para la extracción política es una práctica de larga data. La ayuda de la USAID para paliar la hambruna en India estaba condicionada a la apertura de su mercado de fertilizantes a las empresas estadounidenses y a la ampliación de los programas de control de población, haciendo de la ayuda una herramienta económica y política. La política de Herbert Hoover contra el hambre fue una herramienta estratégica que proporcionó ayuda solo a gobiernos pro occidentales, presionando a Lenin para que hiciera concesiones económicas, y favorecía a las empresas estadounidenses, reforzando su influencia bajo el disfraz de humanitarismo.
Pero la diferencia radica en el grado, la explicitud y el marco ideológico, más que en la mera presencia de elementos transaccionales en la política exterior estadounidense. La implementación de la agenda del Proyecto 2025, concebida como una estrategia amplia de la administración Trump, depende del caos como herramienta y necesidad, garantizando que su reestructuración radical del estado se desarrolle mediante la imprevisibilidad de un modus operandi totalmente transaccional. Al desmantelar los cercos burocráticos, socavar la continuidad institucional y gobernar a través de eventos y anuncios de shock, Trump y sus aliados utilizan la crisis como arma para promulgar un cambio sistémico en el que cada disrupción crea una apertura para un afianzamiento más profundo del poder ejecutivo y el control corporativo. En este sentido, Donald Trump no es un mero servidor de la reproducción del capital, como lo han sido todos los presidentes estadounidenses; él es su encarnación más pura, operando con la misma volatilidad, especulación e indiferencia hacia la estabilidad que define a los mercados financieros. Su presidencia funciona como una transacción continua, una máquina caótica en la que el beneficio a corto plazo triunfa sobre el gobierno a largo plazo. Desde el recorte de normativas hasta la inflación artificial de los mercados bursátiles con recortes fiscales, desde el uso de las guerras comerciales como moneda de cambio hasta la reducción de la diplomacia a negocios inmobiliarios, Trump trata al estado como una marca y al poder como un activo especulativo. Su indiferencia hacia los movimientos sociales, el medio ambiente y las vidas humanas revela una visión del mundo en la que todo es un activo o un obstáculo para la acumulación. Su éxito no se mide por los logros políticos, sino por las métricas de compromiso (engagement), la valoración de las acciones y el espectáculo mediático, haciendo que el gobierno sea indistinguible de un algoritmo de comercio de alta frecuencia. Más que una anomalía, Trump abre las compuertas para que futuros magnates tengan poder directo, garantizando que la política siga siendo un negocio especulativo, con el capital siempre en búsqueda de su nuevo anfitrión bien dispuesto.
Un orden mundial multipolar conflictivo
Con la absorción de la USAID por el Departamento de Estado, la ayuda se convierte más que nada en un instrumento de coerción. Esto obliga a otras potencias a responder del mismo modo, intensificando aún más la competencia global. Por ejemplo, con la disminución de la influencia de la USAID, China puede seguir ampliando su Iniciativa del Cinturón y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés) y ofrecer financiación alternativa para infraestructuras y desarrollo sin las condiciones políticas que Estados Unidos históricamente ha impuesto a su ayuda. Esto permitiría que China consolide su papel como principal socio para el desarrollo de muchas naciones, especialmente en África, América Latina y el Sudeste Asiático. También Rusia se aprovecharía de un mundo más caótico y transaccional, en el que la influencia puede asegurarse mediante acuerdos directos, venta de armas y alianzas estratégicas en lugar de mediante un compromiso diplomático estructurado. La Unión Europea, que todavía adhiere en gran medida al orden mundial tradicional basado en normas, se encuentra cada vez más aislada a medida que Estados Unidos se retira del multilateralismo. Esto puede empujarla a adoptar un papel más independiente en el gobierno global, o a ser un completo sirviente de los intereses estadounidenses.
Con Trump, Estados Unidos ya no trata de liderar un orden cooperativo para gestionar el desorden capitalista global, sino que entra en competencia directa con potencias rivales en el marco de una base transaccional. Este cambio acelera la transición ya existente hacia un mundo multipolar altamente conflictivo, donde la influencia económica, los alineamientos políticos y los compromisos de seguridad están sujetos a una renegociación constante en lugar de acuerdos a largo plazo; un mundo multipolar que revela un régimen de guerra global.
En última instancia, la reestructuración de la USAID de Trump solo es una parte de un cambio más amplio hacia un orden mundial más inestable, transaccional y marcado por luchas abiertas de poder, en lugar de uno en el que las instituciones median en los conflictos y se incentiva la cooperación. Este es un mundo en el que las prioridades de la reproducción del capital sobre la reproducción social se vuelven más marcadas, claras y auto-evidentes. Sin embargo, esta transformación no es del todo inédita; tiene un parecido sorprendente con la época de la Guerra Fría, cuando el equilibrio de poder se conformaba por negociaciones, acuerdos y maniobras estratégicas tanto multilaterales como bilaterales. El abandono del multilateralismo por parte de Trump -su rechazo a instituciones como la ONU, el FMI, el Banco Mundial y los marcos de consulta colectiva como la OTAN, el G7 y la ASEAN- no altera fundamentalmente la mecánica del orden global, sino que expone su lógica subyacente. El orden mundial liberal, que siempre ha sido un escenario de rivalidades geopolíticas y competencia de intereses del capital, funciona ahora sin máscaras, revelando que el autoritarismo de Trump no es tanto una anomalía como una intensificación del modus operandi del establishment posterior a la Segunda Guerra Mundial, despojado de sus compromisos retóricos con el multilateralismo democrático.
A nosotrxs no nos queda más que organizar, circular y amplificar la construcción de formas alternativas de cooperación social, en las que la reproducción social ya no esté subordinada al interminable afán de acumulación del capital. Esto también requiere seguir exponiendo y clarificando los mecanismos de dominación del capital, eliminando las narrativas ideológicas que ocultan las realidades de la explotación, desde la avaricia corporativa hasta la complicidad estatal, la destrucción medioambiental y el autoritarismo rastrero. La historia nos enseña que el miedo al trabajo organizado y al potencial revolucionario siempre ha llevado a las fuerzas reaccionarias a hacer concesiones calculadas, como se vio en la Alemania nazi, donde los programas sociales se utilizaron para neutralizar la disidencia de la clase obrera incluso a medida que se profundizaba la explotación. Sigue siendo incierto si Trump y su facción de oportunistas son capaces de tal manipulación estratégica, pero hasta ahora su administración ha atendido principalmente una base de nacionalistas cristianos, racistas y elementos reaccionarios, mientras que el descontento más amplio -alimentado por décadas de degradación neoliberal- crea un electorado volátil. Si se producen mejoras materiales, es probable que el apoyo se consolide a pesar del autoritarismo manifiesto; si no, la historia sugiere una división entre la resistencia activa y la aquiescencia pasiva, cuya forma aún está por determinar.
N del A.: Agradezco a Harry Cleaver por sus conmovedoras observaciones sobre un borrador anterior de este artículo, que he retomado.
Publicado originalmente en inglés aquí.
Traducción de Victoria Furtado para Zur.
Nota:
1. Por reproducción social me refiero, en este contexto, a toda actividad orientada a reproducir las capacidades humanas de vida en situaciones de crisis y los recursos que esa actividad comporta: la provisión y distribución de alimentos, la vacunación, la construcción de escuelas, los variados servicios hospitalarios, la enseñanza, el cuidado, la construcción de cierto tipo de infraestructuras. Gran parte de este trabajo no lo realizan los propios trabajadores de la USAID, sino que lo llevan a cabo actores de la sociedad civil, el sector privado y organizaciones multilaterales.
Por reproducción del capital entiendo en este contexto tanto la facilitación y promoción de los intereses empresariales estadounidenses, como las oportunidades geopolíticas que genera.
Digo “en este contexto” porque sitúo esta distinción entre reproducción social y reproducción del capital en una comprensión más amplia, como aspectos fundamentales de la reproducción general de la sociedad. Reflejan una distinción clave que sustenta una contradicción en la sociedad de clases en la que gran parte de la reproducción social implica el mantenimiento de las “capacidades humanas” como fuerza de trabajo.
Massimo De Angelis es profesor de Economía Política y Cambio Social en el Departamento de Ciencias Sociales y Trabajo Social de la Escuela Cass de Educación y Comunidades de la Universidad de East London. Massimo investiga sobre cambio social y económico participativo, bienes comunes y movimientos sociales. Su libro más reciente es Omnia Sunt Communia: commons and post-capitalist transition, Zed Books.