América Latina

Ningún patriarcón hará la revolución. Reflexiones sobre las relaciones entre capitalismo y patriarcado

13 marzo, 2023

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Ningún patriarcón hará la revolución. Reflexiones sobre las relaciones entre capitalismo y patriarcado

Hay textos que siempre vale la pena revisitar, cada unx tendrá los propios. Este es uno que nos gusta mucho y que sentimos útil para seguir abriendo una conversaciones onda sobre los modos que ensayamos para cambiarlo todo, empezando por nosotrxs mismxs.


He defendido, en los últimos años, la importancia de pensar en conversación, de practicar ese arte y no dejarlo decaer bajo la presión del creciente individualismo del medio académico. El siguiente texto, que preserva un estilo coloquial y obedece al flujo de una conversación, es el resultado de un momento de esos y fue posible gracias a la interlocución potente y atenta de Ana Robayo, a quien agradezco por el precioso intercambio que mantuvimos durante la reunión del Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo convocada por la Fundación Rosa Luxemburg en Playas, Ecuador, en mayo de 2018.

Desigualdad y patriarcado: una perspectiva histórica

En una perspectiva histórica, es posible pensar que el patriarcado es la forma más arcaica y fundante de la desigualdad. Solo al comprender ese papel fundante, basal, del orden patriarcal en relación con todos los órdenes desiguales, es decir, cuando percibimos que se trata de la fundación de la estructura y primera pedagogía de toda desigualdad, podremos comprender por qué hoy en día las fuerzas conservadoras que custodian el proyecto histórico del capital y el valor supremo de su teología, la meta de la acumulación-concentración, vuelven con tanto empeño a colocar el patrón patriarcal en el centro de su plataforma política. Solo de esa forma se hace inteligible la furiosa reacción fundamentalista que estamos testimoniando.

¿En qué baso esta afirmación del carácter arcaico del patriarcado? En que una gran cantidad de pueblos narran en sus mitos de origen un evento en que la mujer comete un delito, una falta o indisciplina y es punida, sometida y conyugalizada; narran un acto de disciplinamiento de la primera mujer por una ley masculina. La variante occidental, judeocristiana, de este relato es el Génesis bíblico, en el que el castigo a Eva por su acto de desobediencia es el paso inicial del camino humano, mediante la imposición de una ley emanada de un principio patriarcal. El mito adánico muestra una estructura que se repite en una gran variedad de pueblos de los cinco continentes. Por ejemplo, se encuentra en los pueblos Onas, Piaroas, Xerentes, Massai, Baruya, etc. Varían las formas de falta o desobediencia de las mujeres que estos mitos relatan, así como las formas de castigo que consignan, pero el relato de fondo es el mismo, parece estar referido a una guerra arcaica en que la mujer y su cuerpo-territorio acaban siendo tomados, sometidos y expropiados de su soberanía.

Se trata, por lo tanto, de una fórmula mítica cuya difusión universal comprueba su gran profundidad histórica, pues permite afirmar su proveniencia de un tiempo remoto, anterior a la dispersión humana y posiblemente coetánea con el proceso mismo de la especiación. Es imposible saber si esos mitos fundacionales de la reducción de la mujer a una posición disciplinada y secundarizada proceden del periodo de salida del neolítico, como ha sugerido el ideólogo kurdo Abdullah Öcalan, o son propios del proceso mismo de la especiación, o sea, de la transformación de una subordinación biológica resultante de la envergadura corporal y de la agresividad, mayores en los machos homínidos, a una subordinación de orden político en la especie Sapiens sapiens, requiriendo entonces de una narrativa – como es el mito – para fundamentar las razones de la dominación. Sabemos que esa dominación no es natural, justamente porque necesita una narrativa. Si se tratara del resultado de nuestras características anatómicas, de nuestra biología, no se haría necesaria una narrativa para legitimar y normar la subordinación femenina.

Podríamos entonces entender este mito como el relato del desenlace y la secuela de una primera guerra, que resulta en la primera reducción de una parte de la humanidad a una posición de subordinación; la primera conquista, en la que el cuerpo de las mujeres pasa a ser la primera colonia. Es fundacional, ya que esa posición subordinada como consecuencia del ‘error femenino’ y de la necesidad del castigo, y la sujeción de las mujeres en razón de ese error es un mito que se reproduce diariamente. Lo vemos aparecer en cualquier lugar y a toda hora, en la calle, en las familias y en nuestra propia subjetivación, cuando ingresamos al espacio público con inseguridad y aprehensivas de si pasaremos el examen moral que el ojo público nos impone. Esta es la reproducción diaria, la réplica diaria de ese mito basal.

La extraordinaria profundidad histórica de la desigualdad de género hace que no sea posible considerar el patriarcado como una ‘cultura’. La expresión ‘cultura patriarcal’ no es adecuada. El patriarcado es un orden político, el orden político más arcaico, que se presenta enmascarado bajo un discurso moral y religioso. Pero es un orden político y no otra cosa. Superarlo significará finalmente ultrapasar la era que he llamado “prehistoria patriarcal de la humanidad” (Segato, 2003). En ese largo tiempo, la inflexión colonial impuso un giro, una torsión importante a las relaciones de género del mundo comunal de nuestro continente, transformando la estructura dual propia del mundo precolonial en la estructura binaria del orden colonial-moderno. Lo que en la organización dual del mundo comunal era, y en algunos sitios sigue siendo, el espacio de las tareas masculinas, uno entre dos, se transforma en el mundo binario en una esfera pública englobante, totalizante. El ‘hombre’” con minúscula del orden comunal se transforma en el ‘Hombre’ con mayúscula, sinónimo y epítome de Humanidad. Por otro lado, el correlato de este proceso de binarización es la transformación del espacio doméstico comunal, poblado por muchas presencias y dotado de una politicidad propia, en íntimo y privado, despojado de su politicidad. La posición femenina decae abruptamente, transformándose en residual y expulsada del reino de lo público y político. En la colonial-modernidad, la mujer pasa a ser el otro del hombre, así como el negro es reducido a la posición de otro del blanco por el patrón racista, y las sexualidades disidentes se tornan en el otro de la sexualidad heteronormada. La modernidad inventa la norma y la normalidad, y reduce la diferencia a anomalía (Segato, 2015a; 2015b; 2018b). 

Del multiculturalismo al fundamentalismo cristiano

Durante el periodo multicultural, el periodo transicional que se abrió con la caída del muro de Berlín, se pensó que deshacer el patriarcado sería inocuo para la usina del capital y para el proyecto de la acumulación-concentración. El Norte propuso una política distributiva multicultural basada en el reconocimiento de identidades políticas o, dicho de otra forma, en la politización de identidades étnicas, raciales y de género. Esa agenda dio origen a nuevas élites marcadas por su identidad: una élite entre las mujeres, una élite entre los negros, una élite entre los indígenas, una élite LGBTTTIQ+. Se pensó, por un lapso histórico que fue desde la segunda mitad de la década de ochenta ˗que marcó el fin del periodo de las insurgencias antisistémicas de los años sesenta y setenta˗, hasta la segunda década del nuevo siglo, que era posible desmontar el patriarcado y levantar la bandera de lo ‘políticamente correcto’ sin afectar el proyecto histórico de la acumulación-concentración, o sea, sin atacar las bases del capital (Segato, 2007b).

Sin embargo, en los últimos años, esta agenda cambió. Es prácticamente imposible observar el poder, ya que su compañero más irreductible es el secreto. Es imposible conocer cómo el poder decide, cómo el poder agenda, cómo el poder pacta. Solo por sus consecuencias conocemos el rumbo del poder. Es un gran interrogante entender cómo y por qué esa agenda multicultural fue cancelada, por qué ocurrió un nuevo cambio de rumbo en el camino que había sido negociado y admitido para el campo crítico después del final de la Guerra Fría. ¿De qué manera el desmonte del patriarcado atacaba las bases del capital? ¿Por qué se activó hoy una reacción fundamentalista patriarcal tan fuerte, con motores a pleno? ¿Por qué han pasado a circular con profusión por América Latina discursos que evocan y se aproximan peligrosamente a retóricas fundamentalistas propias del mundo islámico, que antes hacían horrorizar a las masas y ahora las seducen?

La respuesta que podemos dar es que son nuestros antagonistas de proyecto histórico, aquellos que defienden el proyecto de los dueños del mundo, quienes nos están diciendo que la cuestión patriarcal es central. Son ellos quienes están colocando la pauta patriarcal en ese lugar de bastión que debe ser defendido por todos los medios. Eso es observable. Como antropóloga, me he formado en la práctica de la observación y análisis de escenas ininteligibles a primera vista, la etnografía. Y esta es una de estas escenas que, como piezas combinadas de un complejo rompecabezas, revelan la súbita medio-orientalización, en el sentido de la inoculación en nuestro mundo de un fundamentalismo monoteísta agresivo que antes era ajeno al espacio latinoamericano. Un fundamentalismo belicista, se podría decir, a partir de la experiencia de la “guerra santa” que las iglesias de origen norteamericano han introducido en Brasil contra las religiones de origen africano. Este implante fue gradual e imperceptible, porque era impensable, para muchos, a medida que se desdoblaba su proceso.

Las marchas por la familia en México, la tergiversación de la construcción de la categoría analítica ‘género’ como una ‘ideología’, que la agenda cristiana ultraconservadora, tanto católica como evangélica, está colocando hoy mancomunadamente a circular entre nosotros, no son movimientos espontáneos de la sociedad. No pueden ser vistas como la contrapartida del feminismo, como su contradiscurso naturalmente emanado de sectores sociales inconformes con la propuesta feminista. No es posible comparar el discurso fundamentalista que defiende activamente la preservación de la matriz patriarcal con el discurso y las acciones del movimiento de las mujeres, porque estos últimos son el momento contemporáneo de un larguísimo proceso de construcción, de una postura que se alimenta de más de 60 años de producción de pensamiento con gran densidad teórica, elaborado en diálogo con las sociedades en todo el mundo.

Las marchas de las mujeres hoy son el resultado de un largo proceso, compuesto por una secuencia prolongada y compleja de debates constantes a lo largo de casi siete décadas. Si hay un campo que ha construido su teoría con inmensa sofisticación, es el campo feminista, que llena estantes de paredes enteras de las grandes librerías físicas y virtuales del mundo. Ha sido un largo camino en el cual mujeres de las más diversas disciplinas, desde las Humanidades a las Ciencias duras, han contribuido para formar un caudal de categorías, un pensamiento cuyos resultados fueron absorbidos por la sociedad muy lentamente, con el paso del tiempo. Eso no puede ser comparado con estas marchas que súbitamente salen hoy a las calles diciendo defender la familia, patrullando la obediencia a la matriz de poder patriarcal y a la norma de la heterosexualidad. Ese ‘movimiento’ se gestó y manifestó en las calles en menos de una década. La velocidad de su instalación, el mancomunamiento, pero sobre todo la similitud de los eslóganes y formatos, indican que se trata de un proceso orquestado, que solo puede ser el resultado de una agenda para captar la opinión pública por medio de un plan estratégico conducido con premeditación y con el concurso de medios masivos de información.

Aquello que habíamos condenado con tanta fuerza allá, en los países de Medio Oriente tomados por el fundamentalismo, que no es sino la corriente más occidentalizada del islam porque reactiva a las presiones de Occidente, se encuentra de repente inoculado en nuestro medio, con su agenda esencialista de subordinación de las mujeres y de sus luchas. Surgió repentinamente, en un lapso muy corto, y cundió a gran velocidad de norte a sur del continente. Percibirlo debe encender una señal de alerta, pues nos permite suponer que se trata del resultado de una agenda que capturó fácilmente, con consignas morales elementales, a una población que nunca alcanzó una participación política real y cuyas consciencias no fueron trabajadas por el momento de los progresismos.

Podemos afirmar entonces que son nuestros antagonistas de proyecto histórico quienes nos están indicando la magnitud de la amenaza que la desobediencia al patrón patriarcal de poder representa. Nos están mostrando la centralidad del régimen patriarcal para la permanencia de un mundo desigual, como plataforma permanente que respalda y educa para todas las desigualdades. Ese campo antagónico es monopólico: instituye un único dios, una única verdad, una única forma del bien, una única justicia, un único modelo de futuro, mientras el campo crítico debe permanecer atento al valor del pluralismo de dioses, verdades y formas del bien. Una democracia que no es pluralista es una dictadura de la mayoría.

El orden patriarcal es funcional al capital

El capitalismo necesita del orden patriarcal; eso nos muestra con su embestida fundamentalista. Desmontar este orden sería una contrapedagogía del poder, demostraría que es posible eliminar la primera pedagogía de desigualdad, el orden de género. Es muy importante percibir que el capitalismo necesita del patriarcado. Quienes diseñan su agenda enuncian que el desacato al orden patriarcal representa una amenaza para este. Entendemos, entonces, que desacatar, erosionar, desmontar el patriarcado es un gesto revolucionario de una magnitud que otras gestas revolucionarias no percibieron. Podemos suponer que, a pesar de la nobleza ética de las consignas revolucionarias que han pasado por la historia, fueron incapaces de notar la centralidad del orden patriarcal para la manutención del orden desigual. No entendieron que la lucha contra el orden patriarcal es central y primordial en todo movimiento.

Por esta razón. al marchar en Madrid el 8 de marzo de 2017, cuando me solicitaron una consigna, propuse decir que Ningún patriarcón hará la revolución. A los patriarcas revolucionarios hasta hoy les ha faltado identificar la pieza central del orden desigual. De la misma forma que nuestras repúblicas criollas fueron mal fundadas desde el momento en que no vincularon el orden republicano en las Américas con la abolición de la esclavitud y de todo orden servil, las revoluciones son imposibles y mal concebidas si no se vinculan desde su inicio con la desarticulación definitiva del orden patriarcal. La historia enseña que no ha sido posible hacer una revolución exitosa con el patriarcado adentro.

Por eso, hoy la historia cae en nuestras manos y nos hace responsables de pensar qué características tiene la revolución feminista; en qué consiste el camino feminista hacia un cambio de la historia; cómo procede el movimiento de las mujeres para reorientar la historia hacia un futuro en el que más gente pueda vivir con más bienestar. Esa reorientación de la historia dependerá de nuestra capacidad de entender cómo se hace una revolución en otros moldes, una revolución que no revisita el viejo método, siempre fracasado, que parte de que la toma del Estado permitirá la reconducción de la historia en otra dirección más benéfica. Porque el Estado, como ya he argumentado anteriormente, tiene un ADN patriarcal, su naturaleza es patriarcal, ya que constituye el último momento, la última estructura generada por la historia de la masculinidad. Por esta razón, nunca funcionó el viejo método de acumular fuerzas para tomar el Estado y desde allí cambiar la historia.

La positividad de las derrotas del presente

En su última entrevista, Aníbal Quijano, al ser interrogado sobre la coyuntura política del presente, caracterizó el momento como una derrota: “Hemos sido derrotados”, fue su respuesta. Cuando llegó mi turno para comentar, completé: “Acabamos de escuchar aquí el elogio de la derrota” (Lander, Segato, Mejía y Germaná, 2017). Y así lo comprendí porque esta época ha colocado al descubierto aspectos de la realidad que nos permiten ver con mayor claridad los errores de los progresismos y las fallas de los procesos revolucionarios, a partir de la fundación misma de nuestras repúblicas. Género y raza se liberan por fin de su invisibilidad en las gestas históricas revolucionarias que nunca alcanzaron el destino deseado. Los males del presente, la “derrota” en los términos de Aníbal, tienen sus raíces históricas en el pasado colonial, que se reactualiza cada día –la conquistualidad y la colonialidad atraviesan la historia y se replican hasta hoy. En el caso de nuestras repúblicas, es posible afirmar que padecen de un mal de fundación común a todas ellas, a pesar de las diferencias en sus procesos históricos. Las independencias nacionales no fueron otra cosa que la transferencia de la administración de los bienes coloniales desde las metrópolis ultramarinas hacia la sede administrativa ‘estatal’, en territorio. Se diseñaron Estados republicanos no monárquicos, pero solamente para que las élites criollas pudieran construir un receptáculo para recibir la transferencia de los bienes coloniales, la riqueza colonial: territorios, bienes naturales, mano de obra. De esa forma, nuestros Estados continuaron el proceso de conquista sobre territorios y pueblos. Por eso se dio el caso de pueblos, como los Tupinambá en Brasil y los Huarpes en Argentina, que iniciaron una larguísima época de clandestinidad con el establecimiento de las repúblicas, una clandestinidad de 200 años, durante los cuales cronistas e intelectuales republicanos afirmaron sin dudarlo que esos pueblos se habían extinguido. Sin embargo, volvieron a la superficie con el periodo multicultural, y dijeron “aquí estamos”, justamente para recibir los recursos y derechos que la fase multicultural les ofreció. A la par de esta reemergencia de pueblos sucedió otra más: la ruptura de las subjetividades blanqueadas y de la criollización inducida por la colonialidad. Vemos en el presente que mucha gente inicia un proceso de ‘desmestización’ (Segato, 2016b). Se constata, sin duda, que hay una nueva comprensión del mestizaje y también una deconstrucción.

Esas repúblicas, diseñadas para recibir en territorio la herencia de los bienes coloniales de ultramar, construyeron su Derecho –constituciones y códigos–, pero lo hicieron de una manera en que las élites criollas nunca perdieran por completo el control de la máquina administrativa estatal. Por lo tanto, sus leyes, su discurso como ‘estado de derecho’, siempre fueron en alguna medida ‘ficcionales’. Generaron una gramática que, como sistema de creencias, permitió suponer que las relaciones sociales habían alcanzado una estabilidad y una previsibilidad, pero nunca dejaron de convivir con altos niveles de violencia y muerte, y con el recurso permanente y cíclico a las acciones represivas del Estado a lo largo de su historia. Las guerras de la independencia seguidas por un largo periodo de guerras federales en Hispanoamérica; las guerras de Contestado (como Canudos, entre muchas otras) y las guerras separatistas en Brasil, y las guerras difusas y permanentes de las diversas formas de criminalidad a lo largo de la historia demuestran que la estabilización de nuestras sociedades nunca se alcanzó por el camino legislativo, a pesar de la producción de una gramática legal que permitió creer en la previsibilidad de la expectativa del comportamiento en la escena social. Sin embargo, no se trata más que de una ficción, una falsa consciencia.

Solo conferir las cifras obscuras del derecho en nuestros países permite constatar que la proporción de crímenes que concluyen en condenas es ínfima, es decir, nos muestra la bajísima eficiencia material del ‘derecho’. A su vez, al observar el perfil racial y de clase de quienes son efectivamente sentenciados, es fácil percibir la selectividad de la justicia, es decir, en qué casos la así llamada ‘justicia’ llega a destino. Siempre son casos en los que sectores sociales pobres y no blancos quedan entre rejas; la ‘justicia’ continúa el trabajo del genocidio conquistual-colonial permanente, siempre renovado (Segato, 2007a; 2016a). Creer que una cárcel allá en el final del camino, en una cloaca de la sociedad, garantiza la previsibilidad y la estabilidad en las relaciones sociales es una ficción colonial. Las élites criollas que fundaron nuestros estados nacionales para apropiarse de los bienes naturales y el trabajo humano que antes fueron propiedad de la administración ultramarina son élites inevitablemente criminales. Los estados son, por otro lado, inevitablemente infractores, porque se encuentran en deuda con el cumplimiento de las leyes que los rigen, en contravención con leyes como la de Ejecución Penal, y de los pactos, convenciones y protocolos de Derechos Humanos constitucionalizados por la adhesión a estos por las naciones del continente.

Pero ¿cuál es el efecto contemporáneo de ese ‘mal de fundación’? Tuvimos un grupo de gobiernos progresistas que, creyendo que tomar el Estado les permitiría reencaminar la historia desde allí, pensaron que podrían llevarnos a una revolución pacífica, una revolución democrática. Han perdido esa batalla, “hemos sido derrotados”. Entre otras cosas, porque los progresismos entendieron que el bienestar sería el resultado de la expansión del consumo. Equipararon expansión del consumo con expansión de la ciudadanía, y se equivocaron. Las consecuencias de ese error fueron nefastas de dos maneras. Por un lado, “el proyecto histórico de las cosas”, como lo he llamado en otra parte (Segato, 2018b) en oposición al “proyecto histórico de los vínculos”, produjo individuos capturados y encapsulados en su aspiración por ‘las cosas’, que progresivamente se desvincularon y desinteresaron de la vida comunal. Produjo la ruptura de los lazos de reciprocidad propios de la sociabilidad comunal. Por otro lado, la expansión del consumo, la ‘democratización’ del acceso a bienes nunca antes adquiridos por las clases populares, hicieron necesaria la entrega de los bienes naturales en forma de commodities al mercado global.

Los progresismos no aprendieron de Potosí, que fue la ciudad más rica del mundo por prácticamente un siglo, pero hoy es una localidad depauperada. Sin reducir la concentración de forma contundente, la única forma de alimentar la capacidad de consumo de los pueblos es vendiendo la riqueza del territorio en el mercado global. Para expandir el consumo y ofrecer un mayor bienestar social sin disminuir la desigualdad, y sin limitar el proceso de acumulación-concentración, solo hay una alternativa: vender commodities en el mercado global para hacer ingresar divisas a los cofres del Estado y, con ellas, subsidiar, a través de una variedad de caminos, el poder de compra de los que antes se encontraban excluidos del consumo. Esa venta de las riquezas naturales en el mercado global posibilitó la expansión del consumo y un bienestar social mayor pero efímero, que creyeron llevaría a victorias electorales eternas. Se olvidaron de que la pulsión consumista, es decir, el deseo por ‘las cosas’ nunca alcanza satisfacción, pues en el mismo momento en que se adquiere un objeto comienza su proceso de obsolescencia y el deseo transita hacia otro lugar. El proyecto histórico de ‘las cosas’ conduce el deseo a un proceso de insatisfacción permanente, de avidez permanente; no habrá jamás riqueza natural suficiente que pueda venderse en el mercado global capaz de contener la avidez de los sujetos malogrados por la pulsión consumista.

Por lo tanto, juzgado desde una perspectiva crítica, el proyecto progresista fue desatinado e irreflexivo. Gobiernos bien intencionados, los mejores que hemos tenido, sin duda, hicieron leyes progresistas, leyes que apuntaban a la devolución de recursos y derechos a la población: la plurinacionalidad, el reconocimiento de la jurisdicción comunitaria en términos de un pluralismo jurídico; los derechos de la naturaleza; la democratización del acceso a los bienes y servicios; etc. Sin embargo, todo ese proyecto beneficente, cuando fue capturado, secuestrado por el aparato estatal, se encontró con los límites de la estructura misma del Estado republicano, criollo, construido con una finalidad monopólica, concentradora e indisociable del proyecto colonial moderno capitalista.

Por eso afirmo que los escenarios del presente son escenarios de más verdad, porque cancelan una historia que nos aprisionaba en la fe estatal y en un vocabulario de la política siempre referido al Estado. Sin embargo, las luchas de hoy son mucho más pulverizadas, más plurales, más locales.

La propia palabra ‘desigualdad’ ya no es suficiente para designar la extrema acumulación tan desproporcional que vivimos y su alucinado ritmo, ya que ningún freno legal o institucional es capaz de poner un límite a la capacidad de compra de los dueños de la riqueza del planeta. El mundo de hoy es un mundo de dueños. La palabra precisa para describirlo, como he argumentado en otra parte (Segato, 2018d), es “dueñidad” o señorío, porque el panorama corresponde más a una refeudalización del planeta en la cual las propiedades tienen magnitudes nunca antes conocidas, y el espacio común ha desaparecido prácticamente, es avasallado, rapiñado y engolfado a diario por este patrón de “conquistualidad”.

Dueñidad y patriarcado

Los regímenes de la dueñidad y del poder patriarcal son afines, porque el patriarcado es un esquema de poder constelado alrededor de dueños de la vida, cuyo poderío se expresa justamente en el control que detentan sobre el cuerpo de las mujeres. Contrariando nuestra fe moderna, se constata un agravamiento del poder patriarcal hacia el presente. Eso contradice nuestro prejuicio negativo con respecto a la vida comunal y nuestro prejuicio positivo respecto al ‘progreso’ propio de la modernización, siempre colonial. Ambos son prejuicios. El patriarcado se ha agravado y se ha vuelto más letal, más cruel en tiempos recientes. Hay allí una mutua funcionalidad, que motiva la custodia que los sectores propietarios ejercen sobre la manutención del patrón de poder patriarcal en esta fase del capital, y el brote fundamentalista que está siendo inoculado en el continente. Por eso debemos asimilar la idea de que las luchas feministas no son un agregado que apenas extiende las luchas sociales por un mundo mejor para más gente y meramente incluye en la agenda la lucha por la igualdad de las mujeres. Esa es una comprensión errónea de lo que se trata. Las derrotas de la historia reciente nos van mostrando que sin colocar en foco y dar centralidad al desmonte del mandato de masculinidad y a la desarticulación del orden político patriarcal, no será posible reorientar la historia hacia un mundo capaz de traer más bienestar para más gentes.


Bibliografía:

Lander, E.; Segato, R.L.; Mejía Navarrete, J., y Germaná, C. (2017). Diálogo con Aníbal Quijano. Jueves 6 y viernes 7 de julio de 2017, Universidad Ricardo Palma, Lima, Perú.

Segato, R.L. (2003). Las Estructuras Elementales de la Violencia. Buenos Aires: Prometeo.

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_______. (2018c). “Patriarcado: del borde al centro. Disciplinamiento, territorialidad y crueldad en la fase apocalíptica del capital”. En La Guerra contra las mujeres, de Rita Laura Segato. Buenos Aires: Prometeo, 2ª. Edición corregida y aumentada.

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