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Reflexiones sobre impunidad, punitivismo y justicia en los feminismos en movimiento

14 enero, 2019

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Zur

Reflexiones sobre impunidad, punitivismo y justicia en los feminismos en movimiento

En los últimos meses, a medida que avanzaban las denuncias públicas de agresiones y acosos machistas en distintos entornos se deslizaba, a veces de forma sutil, otra abierta, la idea de que el feminismo en movimiento se decantaba peligrosamente hacia una línea punitivista.

Me gustaría abordar esto, como siempre, pensando desde los distintos espacios que me sirven de referencia. En España y en América Latina, la emergencia de fuerzas conservadora que hacen del feminismo y la cuestión de la violencia un nuevo terreno para la contra-ofensiva, y en lo más inmediato, en Ecuador, pero también en otros países latinoamericanos, la aparición de declaraciones, textos y eventos, que desde la izquierda, cuestionan el modo en que se denuncian casos y se realizan escraches en entornos próximos[1]

Debate “clásico” sobre punitivismo

Hasta hace poco, el debate “clásico” sobre punitivismo se refería a la crítica que la izquierda realizaba al aumento de las penas como solución a los problemas sociales, incluido éste, tradicionalmente auspiciado por sectores conservadores. Como sabemos, la cárcel no sólo no reinserta sino que acrecienta la violencia, incluida la de género. En España, el reciente asesinado de Laura Luelmo a manos de Bernardo Montoya, encarcelado durante 17 años y libre desde hacía dos meses, no hace sino verificar este hecho. Las derechas en ese país, haciendo rapiña del clima anti-violencia propiciado por las masivas movilizaciones feministas se afanan entonces en pedir cadena perpetua o prisión permanente revisable al tiempo que atacan al movimiento y las políticas públicas logradas en este terreno.

Mientras, muchas feministas ofrecen visiones ricas y complejas acerca de la violencia y la justicia patriarcal que emana del Estado[2] y comienzan a reflexionar sobre cómo sería una justicia feminista. Llaman primeramente la atención sobre la impunidad (tan sólo si se aplicaran mejor las penas existentes y se hiciera una interpretación no patriarcal de las mismas habríamos avanzado algo). Redimensionan, una vez más, el problema de la justicia más allá del aparato punitivo[3], y plantean cómo la cultura de la violación (en un sentido amplio), permea el Estado, las instituciones, y el conjunto de las relaciones sociales normalizando comportamientos de violencia y desprecio hacia los cuerpos feminizados. Desmantelar la justicia patriarcal en el Estado es una tarea urgente y no puede reducirse al siempre popular, socorrido y reaccionario reclamo del encierro de por vida y el recorte de derechos. En este debate en el que leo una parte de los recientes y polémicos comentarios de Rita Segato. Luchar contra la impunidad no sólo no es incompatible con la crítica al punitivismo y sus connivencias patriarcales, sino que se erige en una pieza fundamental para ampliar el debate, interpelar a toda la sociedad en los entornos cotidianos y deslindarse de la ofensiva de los sectores más reaccionarios que aprovechan nuestro impulso para retomar su proyecto criminalizador y autoritario.

Este marco “clásico” del debate se solapa con otros dos, componiendo todos ellos un entorno particularmente paradójico.

Denuncias y escraches en los feminismos en movimiento

El segundo marco se refiere a cómo ciertos sectores, digamos progresistas, que apenas sí pueden ocultar la sorpresa que les produce el protagonismo del feminismo en la política actual y hacia el que no les resta sino aproximarse desde un profundo (y arrogante) desconocimiento, procesan las denuncias públicas de las agresiones que se han popularizado en entornos sociales próximos.

Al calor de la ola Mi primer acoso, Me too y demás, muchas mujeres han revisitado su pasado para entender mejor su presente y han hablado públicamente de sus violaciones, de las agresiones que han recibido y de las formas de acoso normalizadas a las que se han visto expuestas. Algunos se inquietan al constatar el volumen de estas formas de violencia y lo extendidas que están en ambientes muy diversos, incluidos los de la izquierda (“no pueden ser tantas y en todas partes!”). La incredulidad y la sorpresa, en el mejor de los casos, ha sido mucha y la complicidad, en otros, mayor.  Tanto es así que el feminismo ha tenido que recurrir al Yo sí te creo y al Mira cómo nos ponemos para resguardar estas denuncias, que por otro lado no siempre han encontrado los entornos de contención, interpretación y acompañamiento más favorables (cuestión sobre la que debemos seguir pensando). La denuncia pública en redes se ha desbordado, los grupos de apoyo locales se ido constituyendo, se han creado y aplicado (a veces) protocolos y el escrache ha continuado siendo un modo de justicia desde abajo con el que quebrar el victimismo y decir fuerte y claro: aquí estamos como cuerpo colectivo visible que afirma frente al descrédito. Estas acciones no siempre han sido exitosas o no siempre se han hecho de la mejor manera pero esto no les resta ni una pizca de pertinencia y de legitimidad. Tan sólo nos obligan, como en todo (la estrategia legal, la relación con familiares, etc.), a afinarlas.

La denuncia y rechazo público de los agresores, que en sí misma es una medida preventiva, no es nueva y tiene una larga historia en el feminismo que se remonta a la década de 1970, momento en el que en distintos países además de patrullas de acompañamiento y dispositivos de acogimiento, se utilizaban carteles con el rostro de violadores en entornos barriales, laborales y organizativos, así como marchas locales contra agresiones y agresores concretos en las que se hacían marcajes y se rompía el anonimato.

Lo que la prensa amarilla contemplaba como crímenes pasionales o contra el honor, fue re-enmarcado por este tipo de actuaciones, que más tarde pasarían nuevamente a ser carnaza para los realities recodificando de este modo la energía de la acción directa feminista. Estas formas de exhibición eran en sí mismas una forma sanción muy ligada a la autoconciencia y una sobreexposición de los violentadores en la comunidad. En algunos casos se acompañaba de denuncias legales, por aquel entonces desconsideradas, y en otros de formas de expulsión, amenaza o de mediación (de parte de familiares o amigos que llamaban a los agresores al orden ante la presión de las organizaciones de mujeres).

Si establecemos un paralelismo con la experiencia de justicia indígena, cuando ésta se aplica para casos de violencia, invitación que tomo de una compañera ecuatoriana, podemos identificar algunas diferencias pero también importantes puntos en común. Lo que vemos es una cadena de eventos que van desde la denuncia, la exposición pública, la deliberación en asamblea, la sanción (a veces expulsión), la reparación y la restitución/sanación (cuando la falta no es muy grave). La exposición y sanción comunitaria cuando se aplican tiene un peso tan fuerte que el juicio moral pasa a un segundo término y es el ostracismo y el castigo lo que lo condensan en un evento: cavar la zanja, no poder entrar en el espacio compartido o ser ortigado a los ojos de todos. La reincorporación, como la reparación, es posible pero esto no resta fuerza al momento de la exposición y la pena. Esto también sucede en la denuncia pública feminista, en la que, aunque algunos se afanen en ignorarlo, también se produce un proceso de deliberación tanto interno como con otros, donde la falta se interpreta en relación al contexto en la que se produce y donde el escrache más que un caso sumarísimo hace parte de un trayecto más amplio (escucha, contención, acompañamiento de la víctima y la familia, reinterpretación colectiva, denuncia, seguimiento, estrategia jurídica, recursos… y a veces búsqueda de reparación), cada uno de ellos con sus dolores, obstáculos y reflexiones[4]. Existen varias diferencias, pero una de ellas, que no conviene olvidar, es que mientras en unos ámbitos esta forma de proceder está comúnmente legitimada, en la sociedad en general puede resultar peligrosa. No pocas víctimas y/o activistas se han expuesto a amenazas o han sido agredidas por hacer este tipo de acciones. También el peso de la denuncia ante la ley (patriarcal) se ha hecho valer contra quienes se han atrevido a romper el silencio.

En entornos militantes, este tipo de analogías prefieren no considerarse y lo que resulta bueno, heroico incluso para otras luchas, en ésta se convierte en abusivo, vengativo e inhumano. La denuncia pública de los agresores sigue siendo muy mal vista y despertando reacciones; a veces de maternaje, otras de exculpación y otras de complicidad por temor a que uno pueda verse salpicado en las íntimas complicidades que mantiene con un orden de privilegios que si bien no siempre entraña violencia está atravesado por la asimetría[5]. La reflexividad, como la autocrítica, ha brillado por su ausencia y la apropiación y simplificación de los argumentos y experiencias feministas a veces resultan francamente patéticos.

Los hombres tienen un problema

El feminismo, en su multiciplicidad y en sus diálogos tensos y productivos, mas que pensamientos dogmáticos y dicotómicos, como algunas personas afirman, ha sostenido con frecuencia posiciones “impropias” o impuras. Eso es justamente lo que permite no juzgar a quien ha sido víctima sino entenderse en relación y en continuidad con ella al compartir lugares afines y contradictorios en sistemas de dominación múltiple, también en el patriarcal, que nos tocan a todas de distintas maneras. Sin duda, también ha tenido que establecer fronteras allí donde reinaban las ambigüedades deliberadas que siempre han rodeado a estas formas de violencia, demasiado salpicadas por fuertes dosis de amor, dependencia e intimidad. Personas sin experiencia en el acompañamiento de estos casos en el sistema de justicia o en entornos de proximidad con víctimas o con escasa reflexión organizativa en este terreno evitan la singularidad de estos casos. Se han mostrado particularmente críticas desconociendo una larga historia, tanto en el plano político como en el legal, que tiene sus razones de ser aunque no siempre nos ponga a todas en acuerdo.

Es duro entenderse, como partícipe o como cómplice, en casos de violencia machista. Es duro ver sufrir a los compañeros que uno consideraba ejemplares en muchos aspectos y que resultan demasiado comunes en tantos otros. Por desgracia, esta aspereza, poco comparable a la que sufren quienes están del otro lado, se evade y, como se suele decir, la mejor defensa es un ataque (ataque a quien ha sido atacada!).

Creo que la respuesta a esta dificultad no puede ser el desconocimiento o la connivencia, como tampoco puede ser la negativa a deliberar y escuchar diferentes visiones, sin que esto nos transforme de buenas a primeras en escrupulosos liberales que sólo ven poder y desigualdad en el ojo ajeno.
Yo no he tenido que criar niños, me ha tocado más bien conjurar las amenazas de imaginar que mi hija algún día podría no llegar a casa o vese en situaciones no deseadas y de indefensión. Pero tengo cerca a algunos hombres que en modo alguno siento como antagonistas, mucho menos naturales, pero sí sujetos con privilegios. Me gusta pensar que el terreno de las masculinidades es un lugar fértil desde el que renombrar las paradojas y avanzar para construir otras paternidades, otras homosexualidades, diferentes maneras de ser niños, otros modos de vivir con mujeres y niñes libres. Siempre lo hemos dicho con algunas compañeras: si más y más hombres se sintieran interpelados e interpelaran desde y junto al feminismo, como de hecho creo que comienza a suceder en algunos lugares, entonces avanzaríamos en la tarea de quebrar la masculinidad dominante. Por eso me parece absurdo pensar que los interlocutores son “algunos hombres”, los violentos; los interlocutores, como recordaba una provocadora carta[6], son los hombres, los hombres de la masculinidad hegemónica, los que se ubican en ese lugar y construyen antagonismos desde ahí, porque su falta de acción sigue recordando a la sociedad que el “problema” de la violencia es de ellas y no ellos, de todos ellos.

Lo que me preocupa realmente de algunas críticas de la izquierda es que se traduzcan en una deslegitimación del feminismo, que ahora (justo ahora!) es vengativo, promueve el linchamiento o, como se presume en algún texto, no debería ser “anti hombre”, como si el feminismo hubiera sido en algún momento algo semejante (y las feministas hubieran dejado de convivir, dialogar u organizarnse con sus semejantes buscando condiciones más justas en distintos terrenos de la vida). Hablar aquí de violencia y fascismo aviva, a mi juicio, un fantasma que cuando ponemos pié a tierra se revela como eso, un fantasma. No deja de ser curioso que los que en otros escenarios se presentan como radicales, en éste se muestren tan a favor de la igualdad de oportunidades, el humanismo y cosas por el estilo. Como hace poco decía Claudia Korol desde Argentina replicando el lema “Si no hay justicia hay escrache”, “nos ponemos así, porque en el camino de los buenos modales perdimos muchas vidas”[7]. Este horizonte, que entrelaza violencia, dominación y genealogía política en nombre propio no podemos ignorarlo, no podemos dejar que otros lo ignoren o tergiversen. La nuestra es una historia de violencia, autoconciencia y resistencia, una historia de reconocimiento colectivo, autodefensa y afirmación de la libertad, y por si acaso, una historia de diálogos, acompañamientos y construcción de una mejor vida en común donde el cuidado pueda situarse en el centro[8].

El género (y el feminismo) bajo ataque

Si en el primer marco de debate, el “clásico”, la actual potencia feminista se convierte en una excusa para fomentar el punitivismo patriarcal enarbolado por la derecha al tiempo que se deslegitima el movimiento, en el segundo, el “progresista”, es en sí misma una fuerza punitiva cuyo acumulado de experiencias y formas de actuación se ponen bajo sospecha. A pesar de la pluralidad de voces y estrategias, el feminismo que hoy politiza la violencia en las calles se convierte en una amenaza peligrosamente decantada hacia convertir el ni una menos y el vivas nos queremos en el extremismo.

Un tercer marco para el debate sobre punitivismo, con el que habrán de medirse los anteriores, se consolida. Me refiero al del “ataque al género” de parte de (nuevas) fuerzas ultraconservadoras y fundamentalistas que hoy, más que nunca, hablan el “lenguaje del género y la sexualidad” contra el feminismo y los movimientos de la libertad sexual. Sus discursos y estrategias concurren en el mismo campo de juego; se trata de una onda global cuya potencia no podemos desestimar, mucho menos en América Latina.
Acudiendo a instrumentos como “la ideología de género” y su plasmación en campañas como “Con mis hijos no te metas” y otras afines en temas de educación sexual, aborto y reconocimiento y derechos de las diversidades sexo-genéricas, estos sectores, liberados de las constricciones de un feminismo que ha conquistado, supuestamente, la institucionalidad estatal a través de los organismos internacionales, están presentándose y ganando elecciones y sumando adeptos en iglesias y congregaciones. Como en todos los periodos de crisis, la restauración del orden patriarcal resulta particularmente eficaz y Jahir Bolsonaro es la expresión más acabada de esta onda. En ella, el feminismo se torna en un enemigo a combatir, aquí sí, de manera directa y bélica, tanto en lo que haya podido acumular en el Estado, como en lo que hoy expresa con fuerza en las calles. La violencia machista, ¡todo bien! Y, por si acaso, los hombres como víctimas de la violencia de parte de las mujeres, ¡pues también!

Buena parte del debate clásico de la derecha tradicional respecto al aumento de penas se está reciclando en el presente con esta nueva onda fundamentalista. Del punitivismo “clásico” se toma el ímpetu criminalizador y anti-derechos. A esto se añade en el presente la tergiversación y demonización del “género” y el feminismo, que se traduce cada vez más en aplaudir la justicia patriarcal, las sentencias que exculpan a los agresores, así como los comportamientos cotidianos aleccionadores y correctivos para con las mujeres y la infancia. La potencia movilizadora del feminismo, que poco tiene que ver con las Naciones Unidas y mucho con la acción cotidiana y callejera, con la reorganización de sentidos y normalidades en centros educativos, colectivos sociales, familias, universidades…, resulta un enemigo a combatir, a veces, el enemigo a combatir o mediante el que se combate en un sentido amplio (como vimos en el caso colombiano durante el plebiscito sobre los acuerdos de paz).

En este escenario, de rearme patriarcal neoliberal, reaccionario y fundamentalista, las acusaciones de punitivismo cobran vuelo. Resultaría muy lamentable que siendo el feminista uno de los movimientos más activos y propositivos a escala mundial y latinoamericana, contribuyéramos, desde frentes supuestamente afines, a lo mismo. Buena es la reflexión cómplice que nos empuja a avanzar al hilo de las experiencias diversas que se van acumulando, mala cuando lo que en realidad se busca, en la intimidad social que habitamos, es no ver cuestionados los privilegios en el injusto orden de cosas existente.

Verdaderamente, toca seguir pensando.


[1]Querría resaltar aquí dos referencias recientes: distintas declaraciones de Rita Segato en entrevistas realizadas durante el 12/2018 alertando contra la idea de un “feminismo del enemigo” o un “feminismo punitivista”, que ella misma ha ido matizando de agenciapacourondo.com.ar y eldesconcierto.cl

Y en Ecuador, un texto firmado a cuatro bandas por Natalia Sierra, Paz Guarderas, Erika Arteaga y Alejandra Delgado el 17/12/2018, titulado “¿Culpable por ser hombre? Feminismos en una sociedad patriarcal” 

[2]Ver, en este sentido, el texto de Violeta Assiego, “Ellos piden cárcel, nosotras justicia”, 20/12/2018, El Diario. 
[3]Posición crítica que estuvo presente de forma temprana, y a la que aportamos en los 2000, cuando se comenzaba a popularizar la ecuación entre femicidio y terrorismo en España.

[4]Creo que Rita Segato, al llamar la atención sobre el linchamiento, difumina el hecho de que lo común en los procesos de denuncia pública, al menos los que yo he podido ver o participar, se han acompañado de vivas y ricas deliberaciones situadas donde la mujer agredida ha sido una pieza fundamental.

[5]A mí no me gusta equiparar discriminación y desigualdad con violencia. Aunque formen parte de un mismo orden patriarcal creo que es conveniente, también políticamente, distinguirlas y no convertir cualquier forma de abuso de poder en violencia. Las relaciones de dominación son tóxicas, generan dependencias en las que mujeres y hombres participan, y pueden resultar en agresiones en un orden sin duda jerárquico pero si hacemos colapsar todas bajo una única denominación disminuimos nuestras posibilidades de encontrar formas de intervención acordes con sus diferencias. Se acrecienta también, por el camino, el colapso entre víctima y victimismo.

[6]Cristina Fallarás, “Carta a los hombres”, Público, 20/12/2018

[7]“No hables de punitivismo para garantizar la impunidad. Mira como nos ponemos”, 20/12/2018, Marcha.

[8]Sigue Korol, “Justicia no es punitivismo. No nos interesa castigar. Nos interesa sí, defender nuestros cuerpos y vidas de las agresiones. Eso puede significar, cuando no hay otros modos, visibilizar a los violentos, para que no puedan gozar de la impunidad que les ofreció el sistema de justicia patriarcal, y para que sus víctimas no vivan aterradas, para que no haya nuevas víctimas. Quienes por eso nos dicen punitivistas, tienen que hacer propuestas concretas para garantizarnos la vida, y una vida sin miedo. Si no tienen esa respuesta, respeten por favor las formas de lucha colectiva que la marea feminista, que la revolución feminista va encontrando. Escuchar, acompañar, creer en nosotras mismas.»
 
Cristina Vega es profesora – investigadora en el programa de género de FLACSO-Ecuador y parte de la Revista Feminista Flor del Guanto.
 


Publicada originalmente en : www.sinpermiso.info