Dejar de alimentar el monstruo. Conversaciones sobre justicia comunitaria y feminista
Hace varios meses iniciamos un diálogo con Alicia Hopkins Moreno, sobre la justicia no punitiva y cómo desde un diálogo respetuoso las experiencias de justicia comunitaria pueden resonar, enseñar, orientar, e interpelar al movimiento feminista, reconociendo las diferencias y los límites fundamentales que hay entre ambas formas organizativas.
Alicia Hopkins Moreno es mexicana, docente y feminista dedicada al estudio de la Filosofía Política, en específico la latinoamericana y de la liberación. Es doctora en Estudios Latinoamericanos en el área de Filosofía por la UNAM. Forma parte de La Comuna Lencha Trans, una casa comunitaria autónoma y autogestionada ubicada en la Ciudad de México. Es miembro de la Asociación de Filosofía y Liberación (AFyL), editorialista en Biznaga Colectiva Editorial y parte de la Comisión por la Libertad de Karla y Magda, dos compañeras feministas perseguidas judicialmente por el Estado Mexicano. En los últimos años, se ha dedicado a la comprensión de la justicia desde distintas experiencias comunitarias y actualmente está enfocada en reflexionar sobre nociones éticas comunes en el feminismo para la resolución de conflictos internos por vías no punitivas.
Nos conocimos virtualmente en 2021 en una de sus clases y posteriormente comenzamos a dialogar e intercambiar en algunos encuentros que organizamos entre distintas personas de latinoamérica interesades en problematizar la justicia, el punitivismo, los conflictos y las violencias. A finales de 2022 nos encontramos presencialmente en su casa La Comuna Lencha Trans en la Ciudad de México. Unos meses después iniciamos este diálogo-entrevista por correo electrónico que duró varios meses. Queríamos explorar y compartir algunas de sus ideas y reflexiones, por lo valioso e interpelante de su pensamiento, la sencillez y complicidad de su escritura, así como por la fuerza de las experiencias desde las cuales siente y reflexiona.
¿Por qué y cómo comenzaste a investigar y problematizar la justicia?
Fueron eminentemente dos razones, al menos de manera consciente. En el 2012, tuve la oportunidad de asistir al XVII aniversario de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (CRAC) de Guerrero, en México. Esa es una de las experiencias de justicia comunitaria más consolidadas en nuestro país. Aprendí de la CRAC que la noción punitivista del castigo era insuficiente para pensar la justicia y también que la organización de una institucionalidad propia para la resolución de los conflictos y la violencia que aqueja a las comunidades tiene una dimensión política de defensa del territorio y de la autonomía.
Recién había terminado mi maestría en la que hacía una investigación filosófica sobre la relación del sujeto con la ley en la tradición paulina que, aunque su origen sea semita, se inscribe en el legado jurídico occidental que nos colonizó, y la pregunta a la que había llegado después de años de investigación era, precisamente, la pregunta por la justicia. Esa fue la segunda razón.
Estudiaba filosofía y estaba convencida de no seguir la ruta clásica de investigación en la filosofía occidental; por el contrario, tenía un firme interés en comprender la filosofía que subyace a las prácticas de los pueblos y las comunidades, conocer y aprender de las experiencias que habían generado de manera autónoma instituciones y marcos normativos para hacer justicia en su territorio.
Así fue como empecé a investigar el antagonismo entre el derecho moderno liberal y las distintas expresiones de la justicia comunitaria. Esta investigación ha sido sumamente fértil porque más allá de reduccionismos jurídicos, lo cierto es que las experiencias de justicia comunitaria son sumamente complejas y sus nociones de justicia abarcan dimensiones políticas, filosóficas y simbólicas. Todavía me hace falta comprender la dimensión simbólica de las prácticas de justicia de las comunidades. Es una tarea pendiente.
Ahora bien, fue en el 2016, con el tsunami violeta que despertó las consciencias en toda América Latina, que empecé a sentirme interpelada, como feminista, para dar respuesta a problemas que nos aquejaban al interior del movimiento y que la experiencia previa de aprendizaje de los pueblos y comunidades se me presentó como una base desde donde podía pensar en una justicia nuestra, en una justicia feminista. En esto he venido trabajando desde entonces.
¿A qué te referís y qué implica el despojo por parte del estado y el capital de nuestra capacidad de hacernos cargo de nuestros conflictos y justicia?
Estas ideas las fui aprendiendo y tejiendo desde dos fuentes: era una reflexión que, por una parte, hacíamos como crítica al estatalismo de la izquierda en Jovenes en Resistencia Alternativa (JRA) -un colectivo mixto en el que milité muchos años- y, por otra, de mi maestra Raquel Gutiérrez. De Raquel aprendí que la Modernidad es una máquina de separaciones. Y en esta máquina de separaciones, el Estado y el mercado capitalista juegan un papel fundamental en la separación del mundo de la reproducción de la vida y del mundo de la organización política.
La forma política del Estado está constituida por una organización societal de individuos que persiguen intereses propios y se rigen por una división política estructuradora del poder: unos gobiernan, otros son gobernados; los primeros están separados del mundo de la producción y los segundos están sometidos al trabajo. A su vez, el mercado capitalista organiza la reproducción social y material de la vida a partir de relaciones de explotación humana, animal y de los territorios, en una lógica de acumulación que fractura y descompone los ritmos que favorecen la vida y el gozo.
La naturalización del Estado y del capitalismo como la forma política y el modo de producción por excelencia crea comunidades y territorios separados de sí mismos; a las primeras se les conoce como “sociedades”, a los segundos como “recursos naturales”. En la sociedad, los individuos han sido despojados de la capacidad de autorregulación de su vida en común y de la posibilidad de decidir sobre su territorio que, ahora, se ha subsumido como mercancía.
En términos históricos, habría que remontarnos a los procesos independentistas y a la instauración de la política liberal moderna en estos territorios. El Estado moderno requería del mito monista “una sola nación, una sola lengua, un solo derecho, una sola moneda” que trajo consigo la negación y/o subordinación de las comunidades y sus instituciones. La Constitución española de 1812, derivada de las Cortes de Cádiz marcó la tendencia en la organización de la vida jurídica de los nacientes estados nación y siguió el lineamiento sobre la potestad exclusiva de las Cortes para hacer leyes y de los Tribunales para aplicarlas, negando así estas capacidades a las comunidades.
Paradójicamente, la independencia consolidó la colonización sobre los territorios comunales. El Estado moderno liberal que hemos heredado de la colonización, organizó el territorio en función de la necesidad de la clase política y económica para gobernar una sociedad: fuerza de trabajo disponible y bienes naturales comunes dispuestos para su mercantilización. Reconoció rápidamente la necesidad de disolver los mecanismos y las instituciones comunitarias de justicia para el control no sólo jurisdiccional sino comercial de los territorios en la oleada de cercamiento de las tierras -de este lado del Atlántico- durante el proceso de acumulación originaria que dio término a la fase mercantilista del capitalismo colonial.
En este sentido, este despojo fue consolidándose a lo largo de los siglos a tal punto que ahora aparece como natural, des-historizado y normalizado. Aunque hay muchísimas experiencias aleatorias en las que de alguna u otra manera resolvemos conflictos interpersonales sin la intervención del Estado y de la policía, lo cierto es que, de manera generalizada se entiende que la mediación policial o judicial son la vía adecuada e incluso legítima para hacerlo. Como si entonces hubiéramos abandonado la capacidad, por un lado, de autorregularnos y, por otro, de dialogar desde nuestra capacidad de autorregulación colectiva o comunitaria.
Pienso en ejemplos muy simples y cotidianos como cuando entre vecinos se dan problemas como el volumen de la música, el traspaso de límites territoriales de los árboles, daños patrimoniales que provocan animales de compañía. Sorprendentemente, en muchos casos, en lugar de acercarse a la persona, explicar el daño, llegar a acuerdos, el mecanismo casi automático es llamar a la policía, legitimando el despojo a partir de delegar en las fuerzas del orden estatal la capacidad de resolver entre nosotras/nosotrxs los desacuerdos o conflictos que se suscitan. Por otro lado, cuando esto no ocurre, cuando se ponen en práctica estas capacidades de manera autónoma sin intervención del Estado, dependiendo de la situación, pueden ser, incluso, sancionadas y criminalizadas.
La sociedad moderna conforma al individuo como un ser aislado que teme de los otros, desconfía y se siente en riesgo y competencia constante. Ir con el vecino, tocar la puerta, hablar de frente, estar dispuesto a dialogar, escuchar, utilizar recursos comunicativos dirigidos a la distensión y al arreglo, herramientas de las que, en definitiva podemos hacer uso, son negadas o pasadas por alto porque se entiende que, realmente, a quien le corresponde arreglar el asunto, dado que nosotras-nosotrxs no podemos, es al Estado.
Filosóficamente, hemos heredado una visión de lo humano que retoma la perspectiva pesimista de Hobbes y de Locke, del siglo XVII y XVIII y que ayudaron en el orden de las ideas a conformar la legitimidad del Estado moderno. Una visión sobre lo humano basada en el contraste colonial y racista que ambos filósofos hacían entre el “europeo civilizado” y el “salvaje de las Américas” y que daba cuenta de la naturaleza humana agresiva, de la incapacidad de mantener las pasiones a raya y de la necesidad de árbitros y de espadas para controlarnos y resolver los conflictos con base en la ley y en la fuerza. Bueno, esto está dicho de manera muy rápida porque no es el centro de la reflexión y no puedo detenerme mucho en este punto, pero valdría la pena analizar con mayor detalle la visión antropológica que hemos heredado sobre nosotras-nosotrxs de la colonización y mirar las secuelas de esa herencia en la legitimación de dicho despojo. Quizás en otro momento podamos hablar sobre el asunto.
Planteas a las justicias comunitarias como un referente fundamental de organización y generación de mecanismos autónomos y creatividad autorreguladora, que -justamente- han decidido recuperar la capacidad política para darse forma y regularse frente a dicho despojo. ¿Qué implica la justicia comunitaria? ¿Qué y cómo podemos aprender de estas, en nuestros contextos urbanos, rotos, fragmentados?
Son dos preguntas complejas y que necesito un poco más de espacio para desarrollarlas, pero me parecen fundamentales porque justo la apuesta es, por un lado comprender las implicaciones complejas de las experiencias de justicia comunitaria que no se reducen a una dimensión propiamente jurídica y, por otro, ver de qué manera resuenan en nuestras propias organizaciones feministas, qué diálogos son posibles, qué nos dice sobre nosotras mismas. Así que permítaseme detenerme un poco en la extensión de estas respuestas.
Las experiencias más conocidas y estudiadas de justicia comunitaria se ubican fuera de las ciudades, en contextos rurales y campesinos en donde el reconocimiento de una identidad colectiva y una historia compartida les ancla a un territorio. En estas experiencias, la institucionalidad de la justicia les permite un control territorial que va más allá de la resolución de conflictos entre vecinas y vecinos, y que constituye una resistencia frente a la incursión del capital nacional o internacional.
En este sentido, la justicia comunitaria implica una serie de mecanismos e instituciones propias y autónomas que organizan el poder comunitario con miras a sostener la reproducción material y social de su vida. Las distintas prácticas de justicia le permiten a una comunidad trabajar sobre la ruptura de sus vínculos internos evitando que el tejido se debilite o se rompa; en esta dimensión se cuida la interdependencia de los vínculos que sostienen a la comunidad.
Al mismo tiempo, estos mecanismos e instituciones de justicia asumen un poder territorial que les permite confrontar las amenazas externas y disputar por su territorio. En este sentido se enfrentan al Estado, a empresas nacionales y transnacionales e incluso a paramilitares y miembros del crimen organizado. Esta dimensión es propiamente política porque la comunidad antagoniza con estos otros actores: denuncia, pelea, negocia, marca límites, defiende lo propio y establece fronteras entre un “nosotros” y un “ellos”. Aquí la práctica de la resolución de conflictos internos ha trascendido y se complejiza en la confrontación con amenazas externas; aunque hay que advertir que, sin un buen ejercicio de la primera, la segunda será más difícil de sostenerse de manera efectiva.
Ahora bien, es importante señalar que por debajo de estas prácticas, en muchas ocasiones desde un lugar muy silencioso, hay una mirada filosófica sobre el bien, el mal, la armonía, el perdón, la reconciliación, el castigo, la reeducación; hay una recuperación de la memoria a la par de un ejercicio creativo y de imaginación diversa y, además, hay una dimensión simbólica que las alimenta.
Así, entonces, podríamos decir que la justicia comunitaria implica varios procesos que aunque podamos analíticamente comprenderlos como separados, se dan de manera simultánea complejizando la experiencia y, por lo mismo, constituyéndola como una fuente de sabiduría, de conocimientos prácticos, que en alguna medida puede, en un diálogo respetuoso entre organizaciones y movimientos, resonar, enseñar, orientar, e interpelar. En nuestro caso, como movimiento feminista, me parece que este diálogo puede ser muy fructífero, si se logra, por una parte, hacerlo con respeto y, por otra, reconocer las diferencias y los límites fundamentales que hay entre ambas formas organizativas.
Primero habría que reconocer la diferencia entre un movimiento y una comunidad. Esta discusión que puede ser muy teórica y del ámbito de las ciencias sociales, plantea dos formas organizativas distintas que intentaré resumir y explicar con mis propias palabras. El movimiento es una irrupción en la cotidianidad de la vida social, sucede cuando las fuerzas magmáticas de la inconformidad, de la rabia y del desencanto logran salir del subterráneo y ponen en cuestión el orden establecido. Es una combinación de fuerzas que puede organizarse de distintas maneras y que establece fines y metas comunes, en torno a reivindicaciones semejantes aunque no idénticas. La comunidad, por su parte, es una forma política de organización de la reproducción de la vida, tanto material como social; está de manera permanente en confrontación con la forma societal moderna y con la amenaza de su disolución por la violencia colonial del Estado y del mercado capitalista.
Por ejemplo, el movimiento campesino es la organización de diversas comunidades que se han articulado para confrontar la larga y cruenta dinámica de despojo a la que se han enfrentado desde hace quinientos años. Por su parte, el movimiento feminista no comparte esa organicidad con la forma comunitaria, su articulación a nivel macro se da a partir de demandas personales y colectivas como la descriminalización del aborto y la erradicación de todas las formas de violencia machista y patriarcal –por mencionar dos de las más conocidas-. En su articulación a nivel micro, la afinidad es la base para la constitución de colectividades que se enfocan en la resolución de problemas que están a su alcance y/o que comparten ideológicamente horizontes de emancipación y que, en alguna medida, se sumarán o no a la articulación macro.
¿Cómo entonces, si son formas políticas tan distintas, es posible pensar en un diálogo de experiencias que nos permitan, como movimiento -ya sea en un nivel macro o micro-, encontrar orientaciones prácticas que nos sean útiles a la hora de enfrentarnos a la necesidad de distender o resolver un conflicto interno? ¿De qué manera la complejidad de la experiencia comunitaria en sus dimensiones normativa, política, filosófica o simbólica puede resonar en nosotras?
Efectivamente, como lo señalan en su pregunta, muchas de nosotras militamos en contextos urbanos, rotos y fragmentados, no contamos con instituciones propias con las que podamos hacer efectivos mecanismos y recursos para la resolución de conflictos, no hay una organicidad ni una interdependencia que nos sujete y nos comprometa de manera efectiva a cualquier tipo de arreglo que hagamos entre nosotras. Y, sin embargo, me atrevería a enunciar algunas ideas que esperaría que nos resonaran para explorar la posible riqueza de este diálogo.
Sobre la dimensión normativa. Si hemos partido del reconocimiento del despojo de nuestras capacidades para autorregularnos ya sea de manera personal y colectiva, entonces es imprescindible que nos cuestionemos la naturalización y normalización de este despojo: la mediación policial, carcelaria, estatal, en nuestros conflictos sigue separándonos de esa capacidad nuestra que necesita ponerse en práctica y explorarse. Quizás no constituiremos instituciones propias, al menos no parece que estemos ahora mismo en condiciones para hacerlo; pero a niveles micro podemos armar procesos de mediación, ejercicios de reconciliación, círculos de paz, etcétera. Recursos y mecanismos que nos permitan abordar conflictos y atenderlos con nuestras propias capacidades, renunciando críticamente a la mediación patriarcal del poder judicial del Estado y poniendo en práctica la responsabilidad colectiva sobre el destino de nuestro movimiento. Me refiero sobre todo a los conflictos derivados de los desacuerdos y de la violencia patriarcal que están rompiéndonos desde dentro, entre nosotras, como sucedía en las relaciones vinculares en una comunidad.
Sobre la dimensión política. Los movimientos constituyen actores políticos antagónicos a los poderes establecidos que buscan disolver. El movimiento feminista, al menos el latinoamericano y, en términos generales, reconociendo su pluralidad y sus tensiones internas, antagoniza con las estructuras de poder patriarcal que han sido impuestas desde la colonización y que nos han heredado una sociedad de clases/castas derivada del capitalismo racista que se instauró en estas tierras en función de la esclavitud y de la explotación de todas las formas de vida a las que se les arrebató la cualidad humana o la dignidad. Es una hidra de muchas cabezas, el antagonismo es múltiple y el territorio que defendemos nace en nuestro propio cuerpo.
Por eso, estas dimensiones, que abordan las relaciones vinculares de interdependencia y la construcción de sentidos filosóficos y simbólicos -aunque no formemos propiamente una comunidad orgánica y posicionándonos más allá y más acá de la filosofía academicista y de lo simbolismos de las religiones patriarcales- van a ser fundamentales para sostener un movimiento fuerte. Porque nos permiten reconocer la inevitabilidad de las tensiones y del conflicto, además de generar los mecanismos necesarios para que estos, aunque terminen en rupturas, no nos debiliten o fragmenten hasta la balcanización inocua de nuestro movimiento, que es una amenaza que hemos sentido latente, sobre todo desde el 2020.
Y en este sentido, sobre la última dimensión propiamente filosófica y simbólica, me parece urgente que, más allá de las reflexiones antipunitivistas que son absolutamente necesarias para desmantelar la legitimidad de la cárcel y del castigo, tengamos también reflexiones en torno a una ética feminista práctica que nos permita generar criterios y consensos sobre la manera en la que dialogamos y nos vinculamos entre nosotras y con el resto; a que hagamos filosofía juntas y cuestionemos los fundamentos ontológicos de los debates que nos han llevado a callejones sin salida. Pero también a que nos interpelemos por el sentido de lo que estamos construyendo de manera simbólica, porque hay ahí una riqueza afectiva que necesitamos en un momento de tanta hostilidad y desencanto.
Nos encontramos en una larga coyuntura de crisis civilizatoria en la que el feminismo es el movimiento internacionalista más potente a nivel mundial, que plantea y recupera las luchas por la vida desde el cuerpo hasta la liberación de todas las formas de dominación que la niegan, más allá y más acá del antropocentrismo patriarcal. ¿Cómo nutrimos, entonces, ese plano filosófico y simbólico de la construcción de sentido asumiendo la capacidad creativa, la teorización de nuestra práctica, la esperanza que habita en una lucha que nos trasciende y que nace de la propia vida defendiéndose de este sistema de muerte?
Me parece que si fortalecemos la dimensión de la interdependencia vincular y la filosófico-simbólica, nuestra capacidad para antagonizar y el alcance de nuestra lucha puede ser mayor. Esta es una apuesta estratégica que no busca encontrar o desvelar ningún tipo de esencia o de verdad única, pero que sí confía en la posibilidad de encontrar rutas organizativas y articulares a partir de las semejanzas para la construcción de sentidos. Con el objetivo claro de hacer frente a todas las mediaciones patriarcales que buscan separarnos, diferenciarnos y ponernos a pelear entre nosotras, pero también de fortalecer una forma de hacer política que nos permita la vitalización y el goce.
En este sentido, qué lecturas y reflexiones podrías compartirnos sobre las respuestas a las violencias patriarcales que los feminismos en los últimos años han construido y desplegado. Y qué diálogos y aprendizajes se abren -o no- entre estas prácticas feministas y las justicias comunitarias.
La potencia emancipadora del tsunami feminista en esta última década en América Latina trajo consigo la puesta en cuestión del consenso patriarcal que legitimaba y normalizaba una serie de violencias en nuestra contra a las que aprendimos, incluso, a ponerles nombre. Las hicimos visibles, las denunciamos y, en el proceso, nos hemos venido, poco a poco, liberando; que, aunque siempre de manera parcial y contradictoria, no deja de ser sumamente significativo para nuestras vidas.
Este fenómeno tan reciente ha provocado, por una parte, la potenciación del goce y la multiplicación de experiencias de mayor libertad en el ejercicio de nuestra sexualidad, de nuestras decisiones sobre el destino de nuestro cuerpo y nuestra vida. Ha provocado también que los espacios en los que se habla y se cuestiona el ejercicio de poder patriarcal se multipliquen, desde la mesa en casa hasta el aula, desde la calle hasta el campo de trabajo; en este sentido ha permeado en muchos ámbitos de la reproducción de la vida social.
Los pasos de gigante que hemos dado en esta coyuntura, como cualquier avance revolucionario en la historia, se enfrenta ahora a una sofisticada reacción hiperviolenta que se expresa desde la cultura popular misógina y machista hasta la organización financiada por la ultraderecha a nivel internacional para debilitar y desaparecer nuestro movimiento. Esto sucede en un contexto en el que los Estados nación se erigen como estados gendármicos, militarizados, sosteniendo una guerra sin fin que le permite al capital seguir acumulando con base en el terror, el despojo de los bienes naturales comunes y la explotación de todas las formas de vida. Por lo menos en México es muy claro que la guerra, el tráfico de armas, drogas y personas forman un circuito estratégico de acumulación del capital y que se expresa de manera sumamente violenta en los territorios comunales y en el cuerpo de las mujeres.
Como hay más circulación de armas, cada vez mueren más mujeres asesinadas por armas de fuego. Como hay más militares y paramilitares, cada vez desaparecen más mujeres para ser sometidas a la alta demanda de esclavitud sexual. Como la masculinidad de los varones es cada vez más frágil puesto que no son capaces de cumplir con el mandato de género de ser proveedores y capataces del hogar –derivado de la precarización de la vida en el mundo del neoliberalismo-, dirigen y descargan su frustración de manera cada vez más violenta con las mujeres que, por su parte, insisten y sostienen pasos certeros hacia su liberación.
El 24 de abril del 2016 tuvo lugar la movilización nacional “Vivas nos queremos” En ese momento, la urgencia era responder al feminicidio de seis mujeres diarias en el territorio nacional. Ahora, siete años después, son once mujeres. Aunque hemos crecido en términos organizativos, aunque hemos cimbrado la opinión pública y agrietado el consenso patriarcal, nos siguen matando y violentando de múltiples maneras. Esta violencia busca amedrentarnos, contenernos y hacernos retroceder; se sostiene gracias a un sistema de impunidad y complicidad institucional que ha abandonado a su suerte a miles de personas que buscan justicia para sus hijas, madres, hermanas, amigas.
En este contexto se dan los debates antipunitivistas que son tan importantes dentro de nuestro movimiento. Porque una parte de él, sobre todo desde el movimiento de víctimas en su articulación con sectores del feminismo institucional, han trabajado en la incidencia política y jurídica con el fin de incorporar al orden jurídico nuevas tipificaciones de delitos que permitan coaccionar distintos tipos de violencia patriarcal (vicaria, patrimonial, digital, etc.) y también distintos mecanismos judiciales para dar una respuesta efectiva que combata la impunidad (prisión preventiva oficiosa, por ejemplo).
Es muy complicado juzgar de fuera las elecciones que las familiares y víctimas de feminicidio o de otros tipos de violencia toman a la hora de buscar justicia para sus hijas. Aunque teórica y políticamente tengamos claridad sobre que la cárcel es una institución colonial, racista y clasista que no resuelve los problemas de fondo y que más bien castiga a las y los más vulnerabilizados, en la dimensión interpersonal, frente al llanto de la madre que pide castigo, nuestro juicio, aunque se mantiene, también escucha y respeta.
Sin embargo, me parece que este debate puede ser más interpelante con las compañeras que desde el feminismo institucional hacen la labor de acompañar estos procesos de búsqueda de justicia por parte del Estado y que, a la par, lo legitiman y le hacen crecer y consolidar sus instituciones coloniales de castigo. Acá en México ha quedado claro que la estrategia de aumentar el poder judicial y policial para responder a la demanda de seguridad y erradicación de la violencia no ha funcionado como se esperaba, no ha logrado detener la embestida en nuestra contra y, además, ha provocado que un número mayor de mujeres sean encarceladas –en el caso de la prisión preventiva oficiosa, que ha sido mayormente utilizada en contra de mujeres que de los feminicidas-.
Darle al Estado cada vez más poder de vigilancia y de castigo, esperar que la seguridad venga de fuera, delegando la capacidad de autodefensa personal y colectiva, mantiene esta mediación que nos debilita. Por eso este debate es tan necesario.
Ahora bien, el aprendizaje que -en estos casos y en este contexto- me parece podemos retomar de las experiencias de justicia comunitaria tienen más que ver con la comunidad que con la justicia. Porque no hemos establecido, como movimiento feminista, maneras efectivas de responderle al movimiento de víctimas, no tenemos instituciones propias, hemos generado algunos recursos desde la denuncia moral en redes sociales hasta las brigadas clandestinas de ajusticiamiento, pero no tienen el alcance necesario ni es tan fácil su acceso. Sobre todo, desde el feminismo autónomo lo que se ha hecho es labor de acompañamiento y de sostén para sortear toda la violencia institucional que enfrentan las familias en búsqueda de justicia.
Es decir, por una parte, el feminismo institucional incide política y jurídicamente aumentando la capacidad punitiva del Estado y, por otra, el feminismo autónomo, genera mecanismos de acompañamiento durante el proceso de búsqueda de justicia ante sus instituciones. Respetando el gran esfuerzo que se hace, es preciso señalar que ambos frentes no logran dejar de girar en torno al Estado. Lo que las experiencias de justicia comunitaria nos enseñan es que la forma comunitaria nos permite una organización autónoma con instituciones, autorregulación y territorios propios, que nos permite recuperar la capacidad de hacer justicia y de reparar el daño.
La respuesta, en este sentido, no es sencilla, porque no se llega a la justicia de manera directa, sino a través de un largo periplo, en el que necesitamos revertir la forma societal del Estado moderno, organizarnos en comunidades, controlar territorios, crear nuestras propias instituciones y erigir nuestras formas de hacer justicia. Es un camino largo que para algunas podría sonar utópico y que, sin embargo, existe, ahí están miles de comunidades a lo largo y ancho del continente que ya lo están viviendo.
Más bien tendríamos que ser muy honestas y cuestionarnos qué tanto nos resuena y nos hace sentido la apuesta comunitaria; porque hay una tensión clara entre la forma comunitaria y la forma individualista liberal que premia en muchas expresiones del feminismo moderno. Y asumir que si seguimos por esa vía liberal, difícilmente alguna vez lograremos emanciparnos del Estado y construir efectivamente una justicia feminista -realmente nuestra- que deje de alimentar al monstruo y que nos permita liberarnos.