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Indios en la nación blanca

24 noviembre, 2017

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Zur

Indios en la nación blanca


Desde el novecientos, Uruguay se ha definido a sí mismo como “país sin indios”, jactándose de ser la sociedad más occidental de toda América Latina. A lo largo de todo un siglo, este discurso, diseñado por las élites políticas e intelectuales de entonces, ha hecho carne en la mayoría de los intelectuales y en la población general.


No importa de qué tendencia ideológica sea la persona, todos reafirmarán la premisa de que el Uruguay es un país conformado por inmigrantes europeos, sin población indígena y con una mínima población afro.

Esta hegemonía devenida en sentido común ha sido la principal barrera para el reconocimiento y el auto-reconocimiento indígena en el país. Es así que proponemos un ejercicio de deconstrucción de los imaginarios de la indianidad en la sociedad uruguaya para acercarnos al reconocimiento de la realidad nacional.
 
Un país centralista y unitario

La conformación actual del Uruguay está caracterizada por la concentración demográfica en la costa sur del país. Entre los departamentos de Montevideo, Canelones y San José se encuentra más de la mitad de la población nacional. Esto habla de un proceso de concentración de la mano de obra nacional en un principal punto geográfico, lo que se debe a un proceso histórico que se remonta a la propia fundación de la ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo, enclave militar español para frenar el expansionismo portugués y vanguardia de la “civilización” frente a la campaña infestada de “salvajes”. Montevideo se construyó así a espaldas de la campaña y en un dialogo directo con las metrópolis imperiales.

Durante la Guerra Grande, una de la tácticas de la “defensa” fue captar inmigrantes europeos, incorporarlos al ejercito colorado y utilizarlos para enfrentar al ejercito nacionalista, conformado principalmente por gauchos y algunos indígenas.

Mientras el interior profundo del Uruguay es de rostro mestizo, Montevideo es de rostro europeo. Pero la Atenas del Plata es la que ha detentado el poder político en la mayor parte del periodo colonial y republicano. Así, la historia montevideana es la “historia oficial” y las memorias montevideanas son las “memorias colectivas” de la nación.

El indígena en Montevideo entra como un individuo extraño y ajeno a ella misma. Solo ingresa en su historia para desafiarla a través del malón. Únicamente se los menciona en el levantamiento guenoa-minuan de 1730-1732 (primer sitio de la ciudad), en las fuerzas charrúas que acompañaron a Rondeau y a Artigas en el segundo sitio de la Revolución Oriental, en los charrúas y algunos indígenas misioneros que acompañaron a Oribe en el sitio de la Guerra Grande o en los “indios” de Aparicio Saravia. O sea, el “indio” es el enemigo por naturaleza de Montevideo. Es aquel que aparece como desafío del proyecto civilizatorio, mientras que el inmigrante europeo es concebido como aquel que viene a consolidarlo. El europeo es aquel que “construyo el país” mientras que el indígenas es aquel que puso en riesgo su propia existencia

El hombre indígena aparece como el “malonero salvaje” que desafía a la civilización. La mujer indígena aparece como la prisionera de las batidas entre el ejército y los maloneros. Las mujeres aparecen asociadas a la imagen de la “chusma”, un sector considerado totalmente inservible e improductivo que, compasión cristiana mediante, hay que volverlo eficiente y productivo para la nueva sociedad. Es así que aparecen las mujeres prisioneras de Salsipuedes en la historia montevideana. La rémora de la otrora poderosa nación charrúa, en vías de desaparición por intermedio de la incorporación de esas mujeres como mano de obra barata.

Insistiremos en que lo primero que hay que hacer para comprender el tema indígena en Uruguay es tratar de no pensar desde Montevideo, sino desde el Uruguay profundo. Un Uruguay que no recibió el aluvión inmigratorio. Es tratar de pensar en un Uruguay que no se construya por la relación europeo-progreso versus indígena-violencia, a trazo y extinción. Es tratar de pensar desde las regiones más latinoamericanas del Uruguay.
 
Una conformación estatal particular

Para comprender lo indígena también tenemos que tomar en cuenta la realidad ancestral de los pueblos originarios de nuestra región, el proceso singular de la colonización y la conformación particular del estado nación. Cuando el imaginario de la realidad indígena local se emparenta con la de Perú, México o la Amazonía no es posible comprender su particularidad. Es más, se incorpora un estereotipo de una realidad ajena a la nuestra. Hay que pensar desde los procesos que nos conforman como sociedad y no traer los manuales de afuera.

En primer lugar, decir que la realidad ancestral de nuestros pueblos es totalmente distinta a la de las civilizaciones estatales de los Andes y Mesoamérica. En esas regiones se conformaron grandes conformaciones estatales (no modernas ni plurinacionales, pero estatales al fin) con ciudades de más de 250.000 habitantes y plantaciones de cereales gigantescas (especialmente el maíz). Sin embargo, nosotros éramos pueblos no solo pre-modernos sino también pre-estatales. Regidos por organizaciones sociales más horizontales, con muy poco manejo de la agricultura y con una fuerte impronta de caza y recolección. Esto también significa que los estatales son altamente sedentarios, mientras que nosotros teníamos una alta movilidad espacial.

Estas conformaciones ancestrales marcaron una diferencia en la estrategia de colonización por parte de los conquistadores: mientras que en los Andes y Mesoamérica el objetivo era el descabezamiento de las élites estatales indígenas, aquí eso no podía ser ya que prácticamente no había élites. En una sociedad centralizada la pérdida de su principal líder puede implicar el desmoronamiento; en una sociedad federativa si se pierde a uno de sus líderes surge otro que lo reemplaza. Es por eso que la táctica de colonización en las regiones donde predominan los pueblos cazadores-recolectores no es la del colonialismo más tradicional sino que es la del colonialismo de poblamiento. Nos referimos a traer colonos desde la metrópolis, que ellos mismos exploten la tierra e ir desplazando y masacrando a los nativos. Estas tácticas pueden verse no solo en lo que hoy es Uruguay sino también en Argentina, el sur de Chile y Brasil, el norte de México, Estados Unidos y Canadá. Otras regiones del mundo donde se ha desarrollado este tipo de colonialismo son Sudáfrica, Namibia, Argelia, Australia, Nueva Zelanda y actualmente por Marruecos en Sahara Occidental y por Israel en Palestina.

Este colonialismo de poblamiento o colonialismo de colonos desemboca inevitablemente en una lógica de genocidio. Los colonos, en su afán de construir su propio estado, desarrollan una lógica punitiva aun peor que la de las autoridades metropolitanas. Así, vemos que en los países de América-Abya Yala que se caracterizaron por este tipo de colonialismo, los estados en proceso de conformación desarrollaron las campañas de exterminio indígena más brutales. Y dentro de esos países, podemos decir sin temor a exagerar, el más brutal fue Uruguay. A diferencia de Argentina, Chile, Estados Unidos o Canadá, que permitieron a los sobrevivientes de las campañas genocidas tener unas míseras tierras comunitarias y de bajo nivel productivo, Uruguay ni siquiera toleró eso, siendo el único país que eliminó completamente cualquier forma de propiedad comunal indígena (incluso el sistema misionero que garantizaba cierta forma de tierra comunitaria).

Si comprendemos bien la historia del país y la relación entre grupos de poder y pueblos originarios, podemos entender que es ilógico plantear una realidad indígena como, por ejemplo, la de Perú. No se puede esperar encontrar una aldea indígena en donde sus habitantes vivan de forma tradicional y hablen su lengua, ya que eso fue erradicado. No se puede exigir a los charrúas actuales en Uruguay que mantengan una cierta “pureza cultural” cuando las políticas de borramiento cultural han sido más brutales que en cualquier otro sitio. Somos lo que han hecho de nosotros.
 
Una lógica racialista

En los últimos años la ciencia genética ha demostrando una fuerte presencia de ascendencia indígena en el país. Información reciente da cuenta que el 34% de la población tiene genética indígena por vía materna. En el norte profundo (Tacuarembó y Bella Unión) la ascendencia indígena supera el 60%. Es decir que las regiones del país que tienen mayores necesidades básicas insatisfechas son también aquellas donde la mayor parte de la población tiene origen indígena. Allí ser de ascendencia europea exclusivamente es pertenecer a una minoría privilegiada. ¿Pero podemos decir que todas esas personas son indígenas?

Entre estas personas con genética indígena se encuentran individuos cuyos antepasados indígenas eran del siglo XVIII. Luego, la mezcla con europeos generó un fenotipo caucásico. Además, probablemente la herencia cultural de estas personas es mayoritariamente occidental. Esta realidad es muy diferente a la de la mayoría de las personas auto reconocidas como indígenas, para quienes el antepasado “puro” no es del siglo XVIII sino de 1920. Para ellas, la permanencia de legados culturales indígenas es mucho más clara que en el otro caso. Por eso, si bien el 34% de la población tiene genes indígenas, tan solo el 5% se reconoce como descendiente en el censo nacional.

En esta lógica biologicista también son importantes los rasgos fenotípicos. La realidad es que la mayoría de los charrúas organizados somos de pelo negro y duro, ojos oscuros y color bronceado. Obviamente hay muchos matices por los distintos niveles de mestizaje:  desde individuos que tienen rasgos salidos de una enciclopedia etnográfica del siglo XIX hasta los que pueden camuflarse como poblaciones del sur de España (que debido al mestizaje con los árabes tienen rasgos muy distintos a los del resto de Europa). Por eso, utilizar el criterio fenotípico para definir quién es indígena y quién no trae una serie de problemas bastante graves.

En el imaginario montevideano y de algunas regiones del interior el pelo negro y la piel bronceada no hacen referencia a lo indígena sino a lo “negro”. Recordemos que bajo esta  categoría colonial rioplatense, lo “negro” engloba tanto a individuos con rasgos no caucásicos como a sectores pertenecientes a las clases populares. Obviamente, los afrodescendientes son clasificados como “negros” por parte de la sociedad dominante. Pero también lo somos los indígenas e incluso hasta los libaneses (en este caso “negro” se combina con “turco”). Incluso se usa para designar a la gente de barrios marginales o de clase trabajadora, con expresiones como “los negros del Sunca” o “ahí vienen los negros” (en alusión a grupos de jóvenes “planchas” o de barrios marginales, más allá de si son morochos o rubios).

La identificación racialista y racista, al igual que la genetista, también conlleva el riesgo de establecer jerarquías en función de los grados de “pureza”. Que un individuo sea considerado más legitimo como indígena por ser más morocho que otro, o que por tener más porcentaje en un test de ADN sea considerado más indígena o más digno para hablar que otro. Estos son riesgos y muy reales. Es más, en los Estados Unidos, un país con una tradición de segregación racial muy fuerte, durante mucho tiempo se utilizaba el criterio de grados de pureza sanguínea para determinar quién era indígena y quién no, quién era digno de derechos y quién no.

Las distinciones racialistas también son muy injustas con muchos hermanos cuyos rasgos fenotipos son caucásicos por el mestizaje, pero que provienen de familias que han mantenido las memorias sobre sus ancestros originarios. Ellos sufren una especial discriminación ya que son considerados como “traidores de occidente”. Siendo los productos más perfectos del proceso civilizatorio y aculturizador, en vez de agradecer a la civilización occidental reniegan de ella, siendo inconcebible y duramente criticados.

Si reafirmamos la caracterización racialista estamos reafirmando la discriminación que sufren. Por lo tanto, el utilizar estas categorías para identificar a grupos poblacionales reafirma las lógicas racistas que tanto combatimos. Supone reafirmar la idea de que el color de piel define la cultura, una historia, una clase social. Esa es la esencia del racismo. Eso es lo que queremos combatir.
 
Una posible propuesta

Desde las organizaciones charrúas se hace hincapié en el derecho al auto reconocimiento y que solo los mismos indígenas pueden definir su pertinencia cultural. Nadie fuera del mundo indígena puede cuestionar la pertinencia de nuestra cultura. Esta posición está basada en parte en la legislación internacional sobre pueblos indígenas. Por ejemplo, el Convenio 169 de la OIT define a los pueblos indígenas como las poblaciones preexistentes a las actuales conformaciones de los estados nacionales y establece que la conciencia de su identidad étnica (o sea el auto reconocimiento) será el criterio fundamental para identificar a dichas poblaciones.

Pero además de la legislación internacional hay una razón más profunda, que muchos definen como “el sentir”. Se trata de una sensación corporal-espiritual que afecta emocionalmente a la persona. Se acercaría a lo que algunos autores han definido como “sentipensar”. El “sentir” es una conexión con una cultura milenaria, con un territorio y con un proceso histórico de despojo y discriminación. Es algo difícilmente entendible por occidente, por una cultura poderosa que nunca fue aplastada ni llevada hasta el borde de la desaparición.

La incomprensibilidad del sentipensar charrúa por parte del occidente uruguayista ha hecho que actualmente nos replanteemos si es necesario hablar de esto públicamente o no, si es estratégico o no. Sumado a ello nos preocupa que nuestra lucha se confunda con movimientos “neochamanicos”. Nosotros no somos blanquitos de clase media que juegan con algunas tradiciones espirituales indígenas. Estamos en la lucha de levantar a un pueblo, con todos los dolores que eso significa. De ahí la importancia que algunos le damos a la tradición.

Por todo lo planteado anteriormente, para nosotros lo que identifica y lo que nos define es la memoria. El color de piel y las formas productivas son accesorios. Lo que nos define es una memoria con una trayectoria muy particular y muy distinta a la de otros colectivos. Una memoria que habla sobre cómo vivir en el monte y del monte, una memoria que habla de un universo cosmogónico de seres en la naturaleza. Una memoria que habla de grandes gestas heroicas, pero que también habla de mucho dolor, de violencia en sus formas más brutales, de despojos históricos, de la destrucción de individuos y familias, y de la vergüenza por los orígenes de uno. Todo eso está guardado en la memoria.

Obviamente esta memoria es muy desigual. Hay desde quienes saben cómo era la época de las tolderías hasta quienes lo único que saben es de esa abuela callada que era “india”. Pero siempre hay trayectorias comunes, eso es lo que nos define.

José María Argedas, gran conocedor de la realidad de los pueblos andinos que en los años sesenta discutía con marxistas y culturalistas, decía que el quechua no era una raza (como sostenían los culturalistas), ni tampoco una clase social (como sostenían los marxistas). Para él, esas categorías eran solo la punta del iceberg de lo que realmente era el pueblo quechua. Sostenía que el quechua era una ontología, una cosmovisión, una forma de estar en el mundo. Esa sí es una definición correcta de cómo somos nosotros. Ser charrúa es una forma de ver, entender y estar en el mundo. Es una relación espacio-tiempo de los individuos en colectividad.