América Latina

Justicia feminista: resolver conflictos fuera del imaginario judicial y punitivo del Estado

1 febrero, 2024

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24 de febrero 2023. Libertad de Karla y Magda. Reclusorio de Santa Martha Acatitla

Justicia feminista: resolver conflictos fuera del imaginario judicial y punitivo del Estado

En la previa al 8 de marzo del 2023 iniciamos una conversación virtual con Alicia Hopkins – mexicana, docente y feminista dedicada al estudio de la Filosofía Política latinoamericana- deseando que sus preguntas y aportes estimulen la creatividad para abordar la violencia y el conflicto en nuestros contextos. Justamente los desafíos urgentes que la violencia en nuestra comunidades y la vida compartida generan, fue alargando y enriqueciendo este intercambio, que nace con el objetivo de compartir algunas de sus ideas, reflexiones y preguntas por el sur del continente y del que ya compartimos en la nota “Dejar de alimentar el monstruo. Conversaciones sobre justicia comunitaria y feminista”.


Indagando y analizando las prácticas feministas que intentan alimentar otros caminos y fugas al imaginario judicial y punitivo del Estado y retomando tu planteo: “La capacidad política para hacer justicia, para decidir sobre la manera en la que nos autorregulamos nos ha sido despojada [por lo tanto] para nosotras, apostar por el trabajo colectivo de hacer y producir una justicia feminista es ya, en sí mismo, un acto de recuperación, de reparación, de esa injusticia primera del despojo” ¿cómo estás y están pensando esta justicia feminista y su construcción colectiva?

Justamente la estamos pensando a partir de la apuesta política de constituirnos como comunidades, abandonar, resistir y confrontar la forma societal del Estado patriarcal moderno capitalista, colonial y racista. Este es el horizonte de liberación hacia el cual estamos caminando algunas o muchas de nosotras y donde estamos poniendo todos nuestros esfuerzos en medio de un camino muy difícil atravesado por límites, contradicciones y amenazas. 

El horizonte de liberación es el objetivo hacia donde dirigimos nuestras miradas para caminar juntas, a sabiendas que es un proceso, que hay que darle tiempo al tiempo, que abrir brecha en el monte no es fácil y que no va a ser lineal; que la historia humana, además, se mueve a pasos lentos, a veces imperceptibles generacionalmente. 

Ahora bien, para llegar a este objetivo es importante ir trabajando en la consecución de metas concretas que nos permitan avanzar en el camino, ir sumando experiencias y aprendizajes que nazcan de nuestra propia práctica, de nuestros logros y nuestras equivocaciones. Y, en ese sentido, en mi caso y para la comunidad de la que formo parte, hemos elegido un territorio de acción concreto que somos nosotras mismas y nuestra casa, y un campo de acción concreto que es la articulación con el movimiento lesbotransfeminista de la Ciudad de México, del que formamos parte. Esto por la propia necesidad de reflexionar y poner en práctica sentidos comunes que nos ayuden a abordar los conflictos internos que frecuentemente aparecen y ponen en jaque la articulación o la organización comunitaria.

Vivo en una casa comunitaria habitada por lesbianas, mujeres, maricas y personas trans, es una casa abierta que se sostiene de distintos proyectos autogestivos. Las tensiones, las discusiones, pero también las afinidades y los sueños compartidos están a la orden del día en esta que es casa y hogar para alrededor de diez personas pero que es frecuentada por muchas otras, provenientes de distintos sectores del feminismo. 

Para nosotras vivir en comunidad implica organizar la reproducción de nuestra vida en común, abandonar las apuestas emancipatorias del feminismo liberal que pugna por la liberación del individuo mujer y organizarnos para liberarnos juntas, como comuna lencha trans, desde nuestra experiencia vital como disidencias sexogenéricas, pero más allá de la reivindicación identitaria sino como posicionamiento crítico en contra de un mundo en el que no buscamos inclusión sino construcción de alternativas. 

Es por esta razón que las reflexiones en torno a la justicia feminista que he trabajado los últimos años están ancladas directamente a la experiencia de formar parte de un movimiento y de una comunidad atravesados constantemente por el conflicto. Son reflexiones que nacen de necesidades concretas que no siempre hemos logrado resolver de manera asertiva. Los diversos procesos de mediación o, directamente, los conflictos de los que hemos formado parte, son una especie de laboratorio en el que constantemente experimentamos diversas estrategias y recursos, no hay ningún manual posible, estamos explorando y en esta exploración hay heridas y dolores insondables, pero también complicidades y aprendizajes fundamentales. 

El primer hecho que hay que enunciar y poner en el centro es, precisamente, la recuperación del despojo de la capacidad política de autorregularnos. Efectivamente, este es un primer acto de justicia porque ese arrebato nos constituye desde la falta, desde una carencia que nos hace vulnerables y nos pone a merced de poderes o instituciones ajenas que, en muchos casos, además, están en nuestra contra. 

Afirmar que tenemos la capacidad de autorregularnos, por ejemplo, generando instancias de diálogo para llegar a consensos sobre criterios éticos que nos permitan cuidar nuestras vinculaciones, resolver conflictos, conversar y compartir experiencias, aprendizajes y estrategias; formar parte de procesos de mediación en los que podamos colectivamente analizar los aciertos y los errores; dedicar tiempo a la escrituración de textos en los que sistematizamos una parte de nuestras reflexiones, todas estas acciones son parte del ejercicio consciente de tomar en nuestras manos la capacidad de autorregularnos ética y políticamente. 

Me parece que toda colectiva, organización o comunidad feminista necesita, para sostenerse en el tiempo y consolidar su trabajo político, recuperar sus capacidades de autorregularse y poner en práctica mecanismos y recursos propios para reflexionar sobre la justicia feminista y la resolución de conflictos fuera del imaginario judicial y punitivo del Estado. Incluso, explorar la dimensión simbólica que vincula la justicia con la sanación de la herida o de las heridas que nos duelen emocional y espiritualmente. 

Se podría replicar que el campo de acción de estas prácticas de justicia feminista es aún muy reducido, que no aborda de manera directa la urgencia de parar y hacer justicia frente a las violencias machistas estructurales de los varones o del Estado y sí, esto es verdad. Y sin embargo, en este ejercicio, concretísimo, micro, hay todo un universo de afectos que ha sido menospreciado y olvidado por las distintas apuestas emancipatorias de la modernidad y que, habría que decir, han sido un punto flaco, un talón de Aquiles, en la efectividad de la transformación del mundo, aún en las luchas más radicales y revolucionarias.

En estas búsquedas colectivas por recuperar la capacidad política de autoregularnos y construir mecanismos propios para la resolución de conflictos, ¿qué lugar le damos y cómo nos relacionamos con las emociones de rabia, enojo, dolor y el deseo de castigo que nos atraviesa al enfrentar estas violencias y sus daños?

Es una gran pregunta, justo concluía la anterior haciendo referencia al universo de afectos que se movilizan a la hora no sólo de reflexionar sobre la justicia feminista sino de tomar cartas en el asunto durante los procesos de resolución de conflictos o de ruptura entre nosotras. 

Sin duda, cuando hablamos de justicia hacemos referencia también a una herida; hay algo que ha sido roto, dañado, lastimado. Cualquier concepto de justicia que seamos capaces de crear no puede olvidar que nace de su antítesis: la injusticia. Y lo cierto es que si cualquiera de nosotras se pregunta por esta última, se hallará con más recursos discursivos, hará uso de un número mayor de ejemplos y movilizará emociones que nos son familiares y nos resuenan, porque es una sensación que se graba en la memoria de nuestro cuerpo.

Una acción injusta va siempre acompañada de dolor, es capaz de producir sufrimiento, rabia, indignación, resentimiento, odio o culpa, y es capaz de poner en movimiento una reacción elemental: el deseo de castigo. Podría alguien interpretar una acción injusta como lógica, como consecuencia de sí mismo, o como obra divina, y entonces no hay ningún movimiento, es una especie de rendición, de resignación ante la injusticia. Pero cuando produce una reacción, cualquiera que sea, la posibilidad de alcanzar la justicia, aparece. Es una posibilidad que nace de ese universo afectivo que no podemos negar, porque constituye las prácticas políticas y de justicia dirigidas a la liberación y a la sanación.

En la filosofía occidental, el debate se ha zanjado en la diferencia arquetípica entre venganza y justicia. La venganza es la acción que, dirigida por las pasiones, busca responder al daño infringido. Por su parte, la justicia sería un acto nacido de la racionalidad basado en principios como la proporcionalidad y la imparcialidad. Para que esto sea posible, para que estos principios puedan cumplirse, necesita estar en otras manos, necesita ser ejecutada por quien no ha sentido en su propio cuerpo el daño. La razón: la imposibilidad (en la versión más pesimista) o la dificultad (en la menos) de que una persona, cuando ha sido herida, pueda domeñar sus pasiones y dirigir su acción conforme a las leyes de la razón. 

Aquí necesitamos hacer una breve digresión. Fundamentalmente, el dualismo pasión/razón de la filosofía occidental es una operación de género: las mujeres estamos condenadas por las fuerzas de la pasión; los hombres, por el contrario, son capaces de la facultad suprema de la razón. Sin embargo, el uso de esta facultad no se da de manera automática, los varones pueden ser cooptados por sus pasiones y dirigidos, por tanto, a la vía del error, de la equivocación, del exceso, de la irracionalidad. 

Es por esto que, entonces, la justicia no puede ser hecha por propia mano y debe ser delegada a otros, a un afuera, un legislador, un juez, una persona o institución que pueda ser imparcial y objetiva porque no ha sufrido ningún daño y, en consecuencia, sea capaz de responder con proporcionalidad. Estas ideas filosóficas no viven sólo en los libros, responden a producciones culturales que siguen vigentes en nuestro mundo social y nos afectan directamente. 

La rabia, el enojo, el dolor, son respuestas neuronales, nerviosas, sensitivas, emocionales, espirituales que tienen lugar y expresión en nuestro cuerpo, que se manifiestan en palabras, gestos, acciones y que pueden tener, al menos dos derivas: o fortalecen la defensa de la persona frente al daño o la debilitan, enferman y consumen. Me parece que esta reflexión nos mueve de lugar, nos hace salir del atolladero “razón buena/pasiones malas” y comprender ese universo afectivo del que hablábamos antes en toda su complejidad; lo que nos permite, al final de cuentas, conocernos mejor a nosotras mismas, caminar hacia la sabiduría, objetivo que, por cierto, también ha perseguido la filosofía occidental y que, por la operación de género, ha llevado a mentes brillantes a largos desvíos y enormes equivocaciones.

Por eso, ante esta pregunta que me hacen es importante que cuando hablemos de justicia feminista, desvirtuemos la oposición jerárquica pasión/razón, no para defendernos y decir: ¡también somos racionales!, como lo haría el feminismo occidental que lucha por la igualdad, sino para desvirtuar la oposición misma. Además, aquí no hablamos de la justicia por propia mano, en todo caso, la justicia feminista busca siempre asentarse en una comunidad, ya sea de amigas, amoras y/o compañeras de lucha que le dan legitimidad y que operan sin negar esta dimensión de pasiones que nacen de la herida.

En este sentido, la justicia feminista no operaría desde un afuera que se enuncia como imparcial y objetivo, nada más lejos que esto. Al contrario, en un proceso de resolución de conflicto, de sanación, de reparación, participan no sólo las personas directamente involucradas en el suceso que desencadenó la búsqueda de justicia, sino también las que forman parte de círculos cercanos y, esta proximidad, está constituida -necesariamente- de parcialidades y subjetividades.

¿Constituyen estas condiciones un riesgo? Sí. ¿Nos alejan necesariamente de la posibilidad de hacer justicia, de hallar reparación, resarcimiento o sanación? No. Si bien hemos visto durante los últimos años una utilización de las redes sociales como cadalsos públicos para hacer todo tipo de linchamientos virtuales entre nosotras y que muestran, de manera muy evidente, la rabia, el dolor, el enojo y el deseo de castigo movilizándose en discursos de auto-revictimización y de polarización constante entre grupos y colectividades, no es, a pesar de las apariencias, el único recurso que hemos utilizado para abordar nuestros conflictos, ni siquiera el más importante. 

Lo que sucede es que las experiencias cotidianas, que son las fundamentales, y que ponemos en práctica a la hora de atender un conflicto entre nosotras y resolverlo, no son material sistematizado ni público, tenemos pocas o ninguna referencia de ejercicios de justicia feminista; mientras que los linchamientos casi que se han convertido en un hábito recurrente y a la mirada de todas. Es sumamente necesario que hablemos sobre esas prácticas sutiles, cotidianas, casi invisibles que se quedan en los nichos entre amigas, entre grupos, en las memorias comunes que comparten de su historia. 

El objetivo básico sería socializarlas para reconocer las herramientas que tenemos, conceptualizarlas o por lo menos nombrarlas de algún modo, para tenerlas más a la mano; que las politicemos para darles la importancia que tienen en el fortalecimiento de nuestro movimiento y que las pasemos por el tamiz de nuestra reflexividad ética para discernir aquello que nos ha funcionado en términos vitales de sanación y acuerpamiento de lo que no. 

Me refiero a esas experiencias que nacen del sentido común de las amigas, de las compañeras a quienes les otorgamos ciertas cualidades para la mediación, de múltiples instancias de diálogo que analizan una y otra vez lo ocurrido, caracterizándolo y emitiendo juicios que permiten comprenderlo y procesarlo. ¿Cómo operan, qué criterios se utilizan, de qué manera son atravesadas por la dimensión afectiva, qué alquimias vitales se conjugan del dolor, de la rabia y del enojo, qué reflexiones hay sobre el castigo, qué nociones comunes se ponen en juego y cómo se llega a acuerdos?

Ahora bien, es muy importante asumir que hay injusticias, hay daños que producen una herida tan honda que el dolor, la rabia y el enojo no pueden ser dirigidos hacia la reparación, que la sanación no vendrá de un proceso de justicia donde participa la parte que ha generado el daño. Y ahí toca también entender otros procesos de justicia como ejercicios de sanación inscritos en las dinámicas de apoyo mutuo, de complicidad, de cariño con las amigas y amoras cercanas y, también, en las introspecciones necesarias para procesar la experiencia y asentarla como parte de los aprendizajes para la vida. 

En cualquier caso, bien procesados, ese dolor, esa rabia y ese enojo se traducen en sabiduría, en aprender a establecer límites y generar mecanismos de autocuidado y autodefensa ya sea de manera personal y colectiva. Cuando no es así, se siente muy claro: hay un debilitamiento, nos habita un resentimiento que no nos moviliza a la acción y a la sanación, sino que nos consume, nos produce emociones de desconfianza, de impotencia, de inseguridad que van somatizándose y definiendo el curso de nuestra historia personal o colectiva. Ojo, no se trata de decir qué está bien o qué está mal a la hora de procesar estas emociones, sino de reconocer que en realidad es visible qué nos hace bien y qué no.   

Quisiéramos preguntarte y enfocarnos en una parte fundamental de esta problemática, que viene emergiendo en este diálogo y en tus últimos trabajos, y que tiene que ver con cómo entender el daño y la justicia específicamente en contextos de ruptura, conflicto y violencias que se generan al interior del movimiento feminista y entre nosotras/es

Quisiera responder esta pregunta en dos tiempos. Encuentro dos palabras que me resuenan en ella y sobre las que quisiera hacer girar las ideas clave de la respuesta. Una es la del contexto y la otra la del daño. Me resuenan porque me hace pensar que el daño no puede pensarse en abstracto y que nuestras reflexiones sobre lo que implica o significa van a ir siempre ancladas al momento coyuntural en el que nos encontremos en términos anímicos, organizativos y de acumulación de fuerza de nuestro movimiento. No me refiero a una posición relativista en la que el daño pueda significar cualquier cosa, sino a la necesidad de pensar siempre de manera articulada al momento que estamos viviendo.  

Entonces, bueno, detengámonos a pensar en este contexto al que haces referencia. ¿Dónde estamos paradas hoy, ahora, dónde lo estuvimos hace cinco, hace siete, hace 10 o más años?, dependiendo de la amplitud de la mirada con la que midamos la coyuntura. Si elegimos, por ejemplo, pensar este contexto partiendo de los últimos diez años hasta ahora, habría que señalar que las dos embestidas en los noventa y a principios de los 2000 de políticas neoliberales con el fin de desmantelar el –asomo de- Estado de bienestar que se implementó en territorio latinoamericano, trajeron consigo una expansión de la precarización de todas las formas de vida, un aumento impresionante de la violencia que nos coloca, a algunos países, en escenarios de guerra y que afecta de manera especialmente cruenta, a los cuerpos de mujeres y cuerpos feminizados. 

Es importante partir de aquí porque así entendemos el caldo de cultivo que dio origen a lo que ahora se conoce como el “tsunami feminista” latinoamericano. Desde cada territorio, las compañeras narrarán su acontecimiento. Para nosotras, en México, sucedió en el 2016 con la -hasta ese entonces- movilización feminista más grande en la historia de nuestro país. La consigna general que aglutinaba a distintas mujeres, feministas o no, de varias generaciones, clases sociales, racialidades y territorios, era ¡Ni una más! ¡Feminicidio Emergencia Nacional! Seis hombres al día decidían quitarle la vida a una mujer, era inadmisible. Esa sensación de urgencia sumada a la potencia de la irrupción del movimiento en las redes sociales y en el auge de las colectivas, configuraba una articulación fuerte, nos encontrábamos sorprendidas de nosotras mismas, de nuestra fuerza disruptiva. 

Había múltiples desacuerdos sí, y algunos ascendían al ámbito conflictivo, pero eran medianamente contenidos porque el dolor, la indignación, el coraje, la sensación de urgencia nos mantuvieron en alerta constante y dirigiendo la atención general hacia afuera, en donde ubicábamos al enemigo. Del 2016 a inicios del 2020 experimentamos la fractura en la cotidianidad normalizada de la dominación y otras fuerzas nuestras salieron a la luz con una enorme potencia creadora. Pero el acontecimiento no dura para siempre, le cuesta sostenerse en el tiempo y la continuidad de los días regresa. Aunque, hay que decir, ya nunca es la misma: hay estructuras, ideas, instituciones, que han sido agrietadas, como secuelas de un terremoto que acaba de pasarles por debajo. 

En este tiempo, logramos dar los avances más significativos en la producción de sentidos comunes para deslegitimar los pactos patriarcales, pusimos todas las formas de violencia hacia nosotras sobre la mesa, las nombramos y pusimos el cuerpo para detenerlas, deslegitimarlas y confrontarlas. El mundo que vivimos hoy, en definitiva, no es el mismo que era hace apenas 10 años, el movimiento feminista es el movimiento internacionalista más activo y articulado a nivel mundial y, aunque es plural, contradictorio y se vive en alta tensión, está modificando el campo de la reproducción social de la vida basada en los fundamentos incuestionados de todas las expresiones del patriarcado. 

Ahora bien, todo movimiento social tiene este tipo de flujos magmáticos que de pronto estallan para volver luego a una especie de latencia que anuncia próximas erupciones incapaces de ser programadas bajo ninguna circunstancia. Es importante que asumamos estos ritmos como movimientos naturales, que no nos fustiguemos por el sube y baja que de pronto se experimenta en la intensidad energética que se pone en juego; pero también es fundamental que hagamos visibles las condiciones y dinámicas que nos han llevado a mantenernos en un flujo a la baja, sobre todo desde marzo del 2020 para lograr el balance de la crítica y autocrítica que necesitamos. 

En el 2020, la gestión gubernamental y farmacéutica de la pandemia dio al traste con uno de los momentos de mayor auge y articulación del movimiento feminista a nivel regional. El grueso de la masividad en las calles desapareció casi completamente. Aunque no fue igual en todos los países ni en todas sus localidades, en términos generales sí vimos una retirada del espacio público para concentrarnos en las labores de sostén, de cuidado y de sanación, para las que ocupamos las primeras filas. La urgencia se desplazó, la muerte nos zumbaba en la nuca a todas y no sólo por la guerra, las armas, los militares, los potenciales feminicidas de siempre, sino ahora, además, por la pandemia. 

En conversación con varias compañeras hemos visto cómo a partir de la desmovilización, del repliegue necesario que hicimos de la calle a los distintos espacios de retirada o de refugio, fuimos normalizando dinámicas cada vez más nocivas en el trato entre nosotras. El principal -y en ocasiones el único- espacio en el que nos encontrábamos era el virtual, en donde sabemos que la lógica discursiva opera de manera binaria y mutuamente excluyente y fue ahí donde volcamos en buena medida, las inconformidades, los miedos y los corajes. Ya no necesariamente hacia un afuera, hacia un enemigo a vencer, por ejemplo, las instituciones patriarcales que reaccionaban con fuerza a nuestros múltiples intentos de liberación; sino hacia adentro, hacia nosotras mismas. 

Los roces y conflictos con los que veníamos lidiando como ruido de fondo sin darle tanta prioridad, los desgastes personales y colectivos, nos cobraron factura. Empezamos a descargar la ira, el coraje, el dolor en el movimiento mismo y las discusiones se volvieron cada vez más hoscas: en términos generales, dejamos de analizar los problemas y nos centramos en destruir simbólica y políticamente a las personas que nos representan la cara de esos problemas. 

Por otro lado, la discusión sobre el sujeto del feminismo cobró también un costo enorme en términos de la salida de miles de compañeras y compañerxs y una despolitización de la necesidad de la articulación de las disidencias para enfrentar todas las formas de la dominación. 

Se puso en boga la creación de nichos identitarios comerciales desde los cuales enunciar una voz personalísima que ya no precisa de ninguna comunidad o grupo y que balcanizó la producción discursiva en múltiples relatos individuales que perdieron peso político y que rápidamente fueron absorbidos por las estrategias de consumo del capitalismo y que, además, como todo nicho identitario, se configuró como trinchera de guerra en contra de otras identidades, acrecentando aún más el clima de hostilidad y violencia.

Estas dinámicas que se intensificaron durante la pandemia adormecieron, en gran medida, la potencia disruptiva de la que éramos capaces apenas unos días antes de la globalización de su alerta. Mi sentir es que desde entonces nos encontramos en un contexto muy complejo de alto conflicto y ruptura entre nosotras. No significa que no peleáramos antes, sino que la manera en la que lo hacemos ahora me parece aún más cruenta porque hemos ido normalizando los linchamientos virtuales que conocemos como “funa” y porque hay cierto consenso en la práctica de “cancelación” de otras compañeras, de maneras cada vez más intensas. 

Lo repito mucho, pero realmente es una sensación que me conmueve diariamente, a veces parece que en este movimiento caminamos por un campo minado, lo hacemos con miedo, como si estuviéramos a la expectativa de que en cualquier momento podemos pisar una bomba, no sabemos dónde está, pero un paso en falso y todo puede irse al carajo. Así de intenso se vive, al menos para quienes nos mantenemos organizadas y nos sentimos hipervigiladas por el resto. 

Bueno, ahora sí, pasemos a la segunda parte de esta respuesta: a hablar del daño. Porque justo es necesario que hablemos del conflicto, de la ruptura, de la violencia, de todos los daños que nos hacemos en un contexto del que resumida y reducidamente he traído a colación.

El daño es el origen de todo proceso de justicia, si es que lo hay. Los procesos de justicia, aunque miran hacia enfrente siempre caminan hacia atrás porque buscan reparar, restaurar, resarcir o sanar ese daño originario. El daño es el agravio, el detrimento moral o material que se hace en contra de alguna persona o de una colectividad. 

En ocasiones puede bastar un sencillo ejercicio de reparación cuando, por ejemplo, se trata de componer o reponer un bien material que ha sido dañado. Aunque es probable que, si no hay un pronto y efectivo proceso de reparación, este acto que pudo haber sido resuelto de manera simple pueda devenir en un conflicto abierto. Ahora bien, si ya estamos frente a un conflicto, entonces necesitamos atender la palabra y las necesidades de cada parte, conocer los antecedentes, las distintas versiones para encontrar vías de salida, soluciones o alternativas a la conflictividad. 

¿Qué podría suceder si no se pone en práctica ningún mecanismo de resolución de conflictos? Lo que hemos visto en muchas ocasiones: violencias de distintos tipos y rupturas de lazos y vínculos, creación de bloques y manadas confrontadas. Como podemos ver, si bien el daño es lo que origina la necesidad de un proceso de justicia, si no somos suficientemente asertivas, si acostumbramos evadir el conflicto y evitamos nombrarlo y atravesarlo, si tenemos pocos recursos o alternativas que nos permitan dirimirlos fuera de la violencia, el daño puede desencadenar en violencia y múltiples rupturas. Múltiples rupturas porque en nuestro movimiento y por la manera en la que nos articulamos, la ruptura nunca se circunscribe al vínculo entre las partes, agrieta diversas colectividades e incluso es capaz de hacerlo en el movimiento entero.

Cuando hablamos del daño en este contexto, me atrevería a decir que un proceso amplio de justicia feminista, que responda a las necesidades generales de nuestro movimiento, necesita poner atención en el uso de los mecanismos, de las llamadas “herramientas del amo” de las que habló Lorde y que usamos masivamente sin suficiente cuestionamiento. Hay una trampa en todo esto que nos aleja constantemente de la resolución de conflictos o de la sanación y sensación de haber alcanzado la justicia: se infringe un daño, hay una herida, un dolor que necesita expresarse y salir para sentirse aliviado. El problema no es este, el problema es que las herramientas del amo, el nuevo cadalso del siglo XXI, las redes sociales utilizadas como tribunal moral entre nosotras, también nos hacen daño. 

En el cadalso unas son las que mueren simbólicamente, pero el resto que participa en la escena también vive afectaciones constantes a su salud mental: la hipervigilancia, la búsqueda de validación constante en gestos virtuales que sólo permiten especular la dimensión del apoyo; la operación que al unísono dispone, tanto al intelecto como a las emociones, al combate; la auto-revictimización, que nos impide reconocer la responsabilidad compartida y la posibilidad de extender la reeducación a todas las partes. No nos hace bien, pues. Queremos sanar un daño y lo que logramos es vulnerarnos aún más, no sólo a nosotras, sino a las diversas colectividades de las que nos rodeamos, porque ya sea de manera sutil –o no- se espera que participen del conflicto, tomen postura, defiendan y ataquen, que se coloquen en alguna de dos posiciones o por encima de ellas a juzgarlas a ambas. 

Hay toda una discusión en el ámbito de la filosofía que busca pensar cuál es el origen de lo político, de dónde nace la necesidad de que nosotras-nosotrxs como animales humanos pongamos en ejercicio una serie de recursos retóricos, discursivos y propiamente de la praxis política con la finalidad de vivir mejor. Para algunos, el origen es, precisamente, el conflicto. Hay una especie de realismo que asume que el conflicto es parte de nuestra vida y que siempre ha estado ahí. “La guerra es la madre de todas las cosas” sostenía Heráclito en el siglo iv antes de la era cristiana y así corre ese hilo rojo de la conflictividad en una línea filosófica vigente hasta el día de hoy. 

Desde la Filosofía de la Liberación, la escuela de pensamiento en la que me he formado, el planteamiento es distinto. El origen no es el conflicto sino la pulsión de vida. Hay una pulsión que multiplica, complejiza, extiende la vida en todas sus expresiones y que en este planeta organismo vivo que es nuestro hogar, esa pulsión está latente y desplegándose todos los días desde tiempos insondables que los biólogos intentan a toda costa dilucidar. Ese sería el origen de lo político, la pulsión erótica de la vida misma. 

En este sentido, cuando elegimos un mecanismo para reaccionar ante el daño que se ha infligido, podríamos preguntarnos: ¿potencia esa pulsión vital que nos fortalece, nos permite vivir de manera más alegre, ajustar cuentas con el pasado para sanar, reparar o reeducar? ¿Cómo describimos el tejido afectivo, qué emociones, sensaciones, sentimientos, afectos, podemos identificar y nos resuenan a la hora de pensar en nuestros conflictos y en la necesidad de conversar sobre justicia feminista? 

No podemos negar el desencanto, la angustia, el dolor, la desconfianza, la ira, la ansiedad, ¿qué hacemos con esto? ¿Hacemos un pacto de no agresión?, ¿llevamos a cabo procesos locales entre colectivas de reconstrucción de confianza?, porque lo que está claro es que en este clima tan hostil es difícil generar espacios que permitan desplegar toda la imaginería y la disposición para dirimir los conflictos, abordar las violencias, restaurar las rupturas. Pareciera que lo que tenemos a la mano son recursos que sólo incrementan la hostilidad que quisiéramos trascender. 

No lo sé, me atrevería a decir que justo esta dinámica nos hace mucho daño. No sé ustedes cómo la viven, pero a mí me tiene ofuscada y muy frustrada. Porque nos quita mucho tiempo, harta energía, cuando podríamos concentrar ese tiempo y esa energía en generar espacios de encuentro, de diálogos cara-a-cara, entre nosotras, buscar mediante el diálogo el arreglo, hacer valer nuestra palabra en compromisos que nos permitan transformarnos a nosotras mismas. ¿Qué tanta disposición hay para esto que, sin duda, es mucho más complejo que abordar un daño, una herida, un desacuerdo, un conflicto, una ruptura, que se constituyen de narrativas complejas pero que son reducidas a posts de consumo de lógicas binarias semejantes a las dinámicas de guerra?

Justamente, creemos que muchas de las preguntas que venís y venimos trabajando sobre las violencias entre nosotres y el problema de la justicia, son preguntas abiertas, que nos atraviesan dolorosamente y que muchas veces nos frustran por su complejidad y por la sensación de quedar atrapades en círculos. Sin embargo, tus trabajos y las reflexiones que aquí nos compartis van dando cuenta de cómo, de a poquito, hemos ido recuperando y produciendo sabiduría al respecto desde nuestra praxis colectiva, hemos construido nuevas preguntas y experiencias que nos llevan por caminos otros ¿Qué desafíos, nudos, preguntas nos dejarías para cerrar esta conversación sobre el problema de la justicia y los feminismos de cara a este 8 de marzo en 2023?

El desafío principal, el reto que tenemos hacia nosotras mismas es, ante todo, aprender a dialogar. Sortear las lógicas de descalificación personal, las posiciones rígidas, los prejuicios, abandonar las redes sociales como plataforma para abordar los conflictos entre nosotras y propiciar instancias formales e informales de mediación, de encuentro de la palabra, de mirarnos a los ojos nuevamente. 

Necesitamos aprender a escuchar nuestros dolores y a reconocer las posiciones de poder raciales, de clase, de género –entre otras- de nuestros lugares de enunciación. Aprender de estas diferencias para destruir material e históricamente aquello que las hace posibles y no para concentrar nuestra energía en destruir a la compañera que es distinta a mí.

Necesitamos ser más autocríticas, mirarnos de manera muy auténtica y reconocer el trato despreciable que nos damos y que nace de la misoginia guardada en la memoria de nuestros cuerpos. Reconocer el goce perverso que nos habita cuando entre nosotras nos desmenuzamos moralmente; nombrar y renunciar a la envidia, a la competencia que se nos cuelan cuando nos miramos. 

Si logramos dar pasos efectivos en este ámbito de la reproducción cultural y ética de nuestro movimiento, estoy segura de que contaremos con mejores condiciones subjetivas y materiales para rearticularnos más sólidamente y dirigir nuestras fuerzas destructivas hacia horizontes más críticos y transformadores. 

Me parece factible, ya hemos dado pasos largos y certeros en el desmantelamiento del pacto patriarcal, claramente podemos caminar hacia la construcción de un pacto nuestro. No tenemos que ser “siempre” “todas” las mejores amigas, no tenemos que luchar siempre juntas, no necesitamos apelar a la “unión a toda costa” como táctica clásica que nos heredó la izquierda ortodoxa. 

Yo nos invitaría a pensar en algo mínimo, pero sumamente significativo: en un pacto de no agresión. No es un deber y no viene con manual incluido. ¿Qué sería, cómo sería un pacto de no agresión entre nosotras? ¿Un alto al fuego amigo en medio de una guerra hacia nosotras? Puedo asomar una especie de lluvia de ideas que me vienen al corazón cuando pienso en un pacto de no agresión entre nosotras que, de hecho, es un mecanismo de resolución de conflicto cuando la ruptura es insalvable y el vínculo no puede ser recuperado. Es un mecanismo que apunta a conseguir los mínimos en un proceso de justicia y si lo pensamos para nosotras, como movimiento, con tantas tensiones y conflictos, podría movilizar algunos afectos que nos ayuden a no hacernos tanto daño. 

Un pacto de no agresión sería un acuerdo ético que nos permitiría concentrar nuestras fuerzas en destruir las estructuras de poder que sostienen la misoginia, el racismo, el clasismo, el sistema de muerte que es el mercado capitalista. Que nos permita luchar desde todas las trincheras posibles porque, cuando una civilización cae, como ocurre ahora con la que hemos heredado de la colonización, podemos simplemente sentarnos a esperar a que lo haga, o podemos más bien, acelerar su caída. 

Nos necesitamos en todos los frentes. La necesidad de una justicia nuestra, feminista, encamina nuestros esfuerzos, desde la praxis más micro de resolución de conflictos hasta la más macro en la que nos estamos organizando, sin olvidar esta coyuntura histórica en la que la primera civilización patriarcal en dominar el planeta entero, eso que llaman “Modernidad occidental”, está ahora en decadencia y como las arcadas de quien se ahoga irremediablemente, se vuelve más peligrosa. 

Un pacto de no agresión es una necesidad táctica, no un principio idealizado de la sororidad, es una operación políticamente útil, pragmática, para salir de la guerra interna y concentrarnos por lo menos, en dos tareas: acelerar el proceso de decadencia de esta civilización moribunda y, hacernos justicia, es decir: trabajar en la producción del mundo que queremos. Pero, ¿qué mundo es ese que queremos?, ¿qué deseamos y necesitamos hacer juntas para alcanzarlo?