Argentina: La sociedad levantó la sesión
Cuatro crónicas y tres reportajes fotográficos (dos para lavaca.org + M.A.F.I.A). Siete miradas diferentes sobre un día único. Así se palpitó en las calles porteñas el freno al saqueo de las cajas previsionales.
Uno. Decálogo de una batalla ganada
Sin ayer no había hoy. Y eso implica un ayer literal y un ayer histórico. La marcha y movilización hacia el Congreso de los movimientos sociales de ayer marcó un clima, un tono, un basta y también un límite que demostró y demuestra varias cosas al mismo tiempo. Una, que la sociedad es solidaria, y que lo único que une a los argentinos es la batalla contra la pobreza. Dos, que la política de la ministra de Acción Social, Carolina Stanley, falló y desbordó no sólo al gobierno, sino a los dirigentes sociales. Tres, trazó una línea sostenida por quienes estuvieron estos dos años en la calle: los movimientos, y no la CGT.
El ayer histórico fue el 2001. Si aquél volteó a un gobierno y a sus políticas de ajuste, el de hoy fue un 2001 al Poder Legislativo. Cuando la victoria social es una derrota política, las estrategias se rearman con el eco de la calle de fondo, más allá de relatos del poder y granjas de trolls.
Los gases lacrimógenos, las balas de goma y el agua de los carros hidrantes no fueron una reacción a un enfrentamiento – palabra de moda entre los justificadores del gobierno- sino la bienvenida a personas sueltas, movimientos sociales y partidos políticos, que les dio el gobierno cuando se acercaban a las vallas que tapiaban el Congreso. Esa fue la provocación que desató un clima caldeado de ambos lados, pero con heridos siempre de éste. El fotógrafo Pablo Piovano, con once (11) balazos de goma en su panza – y que estaba trabajando- quizá sea la mejor síntesis.
Otra enseñanza: no hicieron falta muertos, pero sí muchos heridos, para torcer el brazo legislativo. Hicieron falta también dos años de movilizaciones y mucho sudor que parecía ni sacudir esa palmera. El gesto de los movimientos sociales dando la vuelta ayer para evitar un enfrentamiento y convocando para hoy quizá sea parte de la enseñanza sobre cuándo hay que confrontar y cuándo guardarse para otra batalla.
La diferencia clave fue que hoy la sociedad rodeó al Congreso por todos sus frentes, llegó hasta el límite de todas las vallas y marchó por todas las calles. No fue una movilización central, como la de ayer, que posibilitó que las organizaciones sociales fueran frenadas por un cordón de escudos de Gendarmería. Esta vez la movilización fue dispersa e hizo pie en ese desborde organizado para lograr su objetivo: hacerse oír adentro del Parlamento.
En el operativo participaron casi todas las fuerzas federales, con la Gendarmería – la fuerza preferida del Ejecutivo- otra vez como protagonista. Sus mejores aliadas fueron las motos de la Policía Federal, que rompían el cerco de las vallas cada media hora para desatar la cacería. Los gendarmes cargaban sus cartuchos de gases desde un tacho interminable; ponían los cartuchos en sus bolsillos, y seguían; disparaban hacia arriba y los gases volaban hasta 200 metros. De esa forma desalojaban la Plaza. La gente lloraba, se ahogaba y volvía. Luego, los hidrantes cambiaron su contenido: pintura amarilla. Las balas de goma comenzaron a dispararse a las 14 horas, y al momento de escribir esta crónica (17 horas), siguen.
“¡Se levantó la sesión!”, gritó alguien con una radio en la oreja, en tono de “gol” que hizo conmover a la hinchada. La noticia llegaba desde adentro del Congreso -aunque nadie estaba siguiendo el minuto a minuto del debate- y se vivió en la calle con la espontaneidad de lo no esperado y la alegría de lo logrado. El objetivo de hoy, cumplido. Los hits: “Unidad de los trabajadores, y al que no le gusta, se jode” y “Qué boludos, qué boludos, la reforma se la meten en el culo”.
Una nueva generación mostraba esa alegría por primera vez. “Nunca había vivido una victoria en la calle”, decimos los que éramos muy jóvenes en el 2001 y que, a lo sumo, recordamos como batalla ganada cuando la policía no pudo llevarse detenida a Hebe de Bonafini.
A festejar.
Mañana, cuando lleguen los relatos, hacemos el análisis.
Dos. Cuerpos presentes
El Palacio del Congreso Nacional amaneció vallado y militarizado y eso provoca otra reacción que la que el Gobierno espera. Provoca una constante, eufórica y persistente catarata de insultos, gritos y discursos que las personas dispararan durante toda la mañana contra el piquete de uniformados. Si fuese una performance, sería extraordinaria y hasta divertida. Pero es política social y no aquí hay nadie aplaudiendo ni festejando, aunque sí respetando una especie de rutina que permite escuchar a un jubilado, luego a una ama de casa, después a un oficinista y así, en forma sucesiva, asistir a una verdadera demostración de expresión social desatada, sin mordaza y en cuerpo presente. Se podría decir que con esta militarización y estas vallas el Gobierno instaló un muro delante del cual las personas postean sus opiniones, sentimientos y sensaciones. La calle es Facebook.
Tres posteos:
– María Rosa, vecina de Balvanera, parada frente a la valla con changuito de compras a lunares rojos: “Oime bien y mírame a la cara. ¿No tenés abuela? Bueno: yo podría ser tu abuela. Y me das vergüenza. ¿Qué tenés en la cabeza? ¿Cómo vas a defender a estos ladrones? Vos también te vas a jubilar algún día. A vos también te están robando.”
– Zulema, oficinista, con cartera azul apretada bajo el brazo: “Estos cobardes hoy están protegidos, pero ya van a salir a la calle. ¿Sabés lo que tengo que hacer yo? Buscarme el teléfono de un zurdo, porque los zurdos te sacan si te meten preso. Y entonces, cuando me cruce con alguno de estos en la calle, lo cago bien a palos. Y llamo al zurdo”.
– Antonio, jubilado, de camisa celeste y pantalón beige: “¿Qué diría tu madre si te ve ahí? ¿Pensaste eso? Vos sos un trabajador también. Vos tenés una obligación y no es esta. De este lado tenés que estar, cuidando que nos roben a los que laburamos toda la vida, y no a estos rosqueros”.
La sesión para votar la llamada “reforma previsional” -y que la cartulina que una señora trajo desde Lanús define como “un robo”- está citada a las 14 y puntualmente comienzan a llegar desde todos los bordes personas, columnas, organizaciones, sindicatos. El corralito que montó el Gobierno alrededor del Congreso sea transforma también en otra cosa que la esperada. Miles de personas desfilan alrededor de las calles laterales. Es una coreografía espontánea, que al no tener frente y al no detenerse jamás, convierte en zona de rebelión a todo ese anillo de la ciudad que convive con el Congreso. Por Bartolomé Mitre desfila el gremio de ATE, por la 9 de Julio está Barrios de Pie, por Alsina, la UOM, por Callao el Polo Obrero, por Junín los aceiteros. No parece saber uno del otro, pero todos se mueven sincronizadamente, bailando al ritmo de una memoria histórica, de una experiencia y de una convicción: es uno de esos días para poner el cuerpo.
El recuerdo de otras batallas sociales se enfrenta así a una nueva postal. Hoy, la calle la dominan las mujeres. Son muchas, son bravas, están en todos lados y forman parte mayoritaria de todas las columnas, organizaciones y partidos. No tienen miedo. El gas pimienta no las espanta. El ruido de estampidas no las dispersa. Al contrario: las une incluso con desconocidas, a las que protegen. “Tomá: ponete limón y este pañuelo mojado”, me ofrece una chica que lleva el chaleco de ATE, sin esperar respuesta. Veo su espalda perderse por la calle Bartolomé Mitre, junto a sus compañeras. El paso decidido, el brazo en alto. A unos metros, la portera del edificio grita: “Acá pueden mojar los trapos”. Es el grifo del edificio, que abrió para enjuagar las lágrimas de los gases. No hay metáfora. Hay algo más claro, más fuerte y más extraordinario. Ese nosotras que se zurció en un largo trayecto, allí, en la calle.
Desde las calles laterales se marca el ritmo del pogo que sacude el escenario de la Plaza Congreso. De allí salen los que van y vuelven, para recuperarse de los gases, corridas y palos.
En el cielo hay ruido de helicópteros que intentan descubrir el ritmo de esta batalla sin centro ni plan, pero con múltiples e imprevisibles puntos de irrupción que agujerean cualquier cálculo represivo. Son personas dispuestas a enfrentar todo aquello que da miedo: uniformes de guerra, armas de combate, gases que queman, tiros que lastiman. Le pregunto a una, luego a otro, y a otra y a varios más por qué están ahí, haciendo lo que parece imposible, peligroso y demasiado arriesgado. Escucho ahora esas declaraciones grabadas entre gritos y estampidas y todas tienen una palabra en común: “Nosotros”. Esa es la forma que muchas, demasiadas personas, tuvieron hoy de decir existimos, de establecer que la política no puede hacerse de espaldas a la gente, de exigir respeto, de cuidar el futuro más que los propios cuerpos y de mirar más allá de lo que hay enfrente.
Escucho también un grito.
“Ganamos”.
El reloj marca las 15.09 y eso significa que todo, absolutamente todo lo que cambió esta Historia duró apenas una hora.
A partir de allí, la impotencia del gobierno se transformó en castigo. Fue duro, fue arbitrario y fue difícil de eludir para esos cuerpos que trataban de regresar a sus vidas, sus trabajos y sus casas con la frente en alta. “Lo que hicimos hoy fue defender la democracia”, me dice la señora que me presta su limón estrujado.
La abrazo.
Tres. La ola que paró la reforma
Luego de los primeros gases, un cordón de policías en moto apunta sus escopetas, a metros de la calle Rodríguez Peña, sobre Avenida de Mayo. Disparan a mansalva.
Lo que sucede los supera.
Hay dos, tres segundos, durante los cuales los policías se quedan inmóviles, sin disparar un tiro.
Luego, corren.
Una ola de cientos de personas avanza hacia ellos con un grito que estremece. Los policías reaccionan y vuelven a disparar. Nadie retrocede. La columna avanza con su grito de guerra: “Paro general, paro general”. Los gases lacrimógenos cruzan el cielo y obligan a un nuevo repliegue.
Y así, una vez más.
Y así varias veces más.
Y así marcan un ritmo único, una vibración colectiva que, como la estrategia de una ola, horada la Plaza con un murmullo que se transforma en grito y se aleja para volver a gritar, más fuerte.
En el repliegue, algunos corren. Los gases provocan un fuego que quema la cara y dan arcadas. La solidaridad es única y brota de en una memoria histórica y colectiva. “Limón, compañero”, ofrece alguien. Explican que agua en los ojos no, porque propaga la quemazón y la hinchazón. Los precavidos tienen pañuelos húmedos que cubren sus rostros. En el umbral de un edificio, el reportero gráfico Pablo Piovano se recupera de los balazos de goma: un policía lo vio con la cámara y le disparó a menos de un metro.
La sensación no es de angustia. Sí de bronca.
Mucha.
Y de memoria.
Y por eso, luego de recuperarse, la ola vuelve.
– ¡Se levantó la sesión! –grita alguien. La frase se repite en cada boca, en cada rostro hinchado, y se transforma en lágrima, en abrazo, en risa, sí, en una risa inexplicable e imprevista en un día así, mientras las balas siguen tronando y los gases aún cruzan el cielo.
No hay reacción: hay respuesta, y es inmediata.
Una señora salta y se abraza con otra, ambas transpirando, con una botella de agua en la mano. “Qué boludo, qué boludo, la reforma se la meten en el culo”, es el canto que se contagia en Rodríguez Peña y Mitre, pero también sobre Callao, Avenida de Mayo y 9 de Julio.
En sintonía, otro canto: “Unidad de los trabajadores y al que no le gusta, se jode”.
La sensación es una: ganamos.
Y en la calle.
Para una generación fue la primera vez que se vivió algo así. En vivo y en directo. Sin tevé, sin documentales, sin flashes informativos, sin portadas de diarios. Y ese “algo así” no marca una imprecisión, sino una euforia cuya descripción aún es compleja. El flashback común es el 2001, todas las “fuerzas de seguridad” en la calle, la represión brutal, los gases, los rostros en llamas, pero también un recuerdo más cercano que es el intento del juez federal Marcelo Martínez de Giorgi de detener a Hebe de Bonafini en la Asociación Madres de Plaza de Mayo.
No es que el juez no pudo.
Se lo impidieron.
Cientos de personas protegieron a Hebe y a las Madres y las custodiaron hasta la Plaza para que puedan hacer su habitual marcha de los jueves, esa que hoy quisieron trasladar a Congreso para acompañar la ola que paró la reforma.
Para una generación, la que estuvo hoy presente y vivió los balazos, sintió los gases, se acalambró con las corridas, pidió un limón, gritó por agua y cantó por Santiago Maldonado y por Rafael Nahuel, es una experiencia que atraviesa cuerpos, recorre los músculos y se instala en la conciencia colectiva, sin cortocircuitos desinformativos ni conferencias de prensa.
Y es, también, una evidencia: quién es el que tiene miedo.
Esa generación entendió que no es ella.
Y esa generación es la nuestra.
Cuatro. La basura que arde
Hoy vi un pueblo que no está de rodillas.
El pogo, el aguante, el grupo.
La solidaridad de lxs vecinxs que bajaban agua y trapos para que pudiésemos aguantar los gases.
UN malón formado por gente de sindicato de aceiteros, de docentes, de universitarios, de estudiantes, de movimientos sociales.
El calor, el fuego de un diciembre que ya conocemos, que tenemos en un ADN histórico, social y político de no hace tantos años.
Las trincheras, muchas. Que abrazaban y refugiaban y daban fuerzas.
Vi cómo no pudieron.
Vi cómo la gente no quiso dejar el lugar que les pertenece: el territorio de las leyes que definen nuestro futuro.
Vi cómo todo pasó muy rápido. A las 14 horas estaba llamada la sesión y a las 14 y 15 minutos ya estaban tirando gases, intentando con eso frenar la furia y una decisión social: no dejar sesionar.
Vi cómo mujeres daban consejos para soportar los gases.
Vi cómo había tiempo de camaradería en medio de las corridas.
Vi la basura prendiéndose fuego. La basura de lo trucho, de lo falso, de los que quieren negociar lo innegociable.
Vi cómo la gente palpitaba la sesión a gritos. Se preguntaban unes a otres cómo viene. Y el momento en el que el primero gritó al aire en plena tarde ardiente “se levantó la sesión” el festejo fue de Mundial.
Mi última imagen: un tacho dado vuelta con la pregunta pegatinada por las FACC ¿Quién elige? Se leía patas para arriba.
Así, la pregunta se dio vuelta y la respuesta también.
Hoy eligió el pueblo.