Uruguay

Convivir con la duda

18 noviembre, 2018

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Convivir con la duda

María Elia Topolansky con 74 años relata su vida desde su infancia hasta la actualidad. Una de las primeras militantes del Movimiento de Liberación – Tupamaros (MLN-T) vive en una chacra a 11 kilómetros de Paysandú. Allí descansa de las cloacas y de los fantasmas que le dejó la efervescencia de los 60, con sus ausencias y más de 10 años de prisión. Actualmente es militante de los Derechos Humanos, y se dedica encontrar Justicia.


PARTE I

“La Graciela” es una chacra ubicada a unos 11 kilómetros de la ciudad de Paysandú y en este preciso momento, un mediodía soleado, sus habitantes están en silencio. Germán González se encuentra al lado de una estufa que apenas tiene dos troncos con brasas desprendidas, sin mucho calor para dar, ni recibir. Fuma un cigarro tras otro mientras María Elia Topolansky, o simplemente María, como la llaman desde que salió de la cárcel, calienta un tuco que preparó el día anterior, para acompañar unos ñoquis.

Tras varios minutos, el silencio es interrumpido por un tema de conversación que los dos han recorrido muchas veces. El Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros (MLN-T) hace que intercambien conclusiones y perspectivas. Pero sin dirigirse el uno al otro porque se conocen de memoria.

La charla adquiere ritmo con los chistes y la risa, que nunca llegará a carcajada, de María Elia. Quien, salvo por su delgadez y su pelo largo con flequillo, tiene los mismos rasgos físicos de su melliza, la actual vicepresidenta, Lucía Topolansky. Mientras que Germán, con cinco años menos que su compañera, ex militante de la  columna del interior del MLN-T, se comporta como un criador de caballos. Ofrece a los visitantes su vino y su whisky para luego medir la cantidad consumida del vaso. Calmo, espera al momento preciso para dar un consejo o dejar en claro un asunto.

-No tomaste nada de whisky-, dirá más tarde en la cena. El vaso estaba por la mitad.

Se conocieron en Paysandú, en un “berretín”,  escondite de dos metros por uno de alto, los militares rodeaban el lugar y ellos, en pleno silencio para que no los escucharan, respiraban poco para conservar el aire.

Tras la cárcel se mudaron a la casa de veraneo de los Estefanell. Ellos conocieron en vida a Graciela Estefanell, una de los llamados “Fusilados de Soca”, pero entablaron amistad con Charo, su hermana, quien junto a su compañero Colacho Esteves le prestaron la casa. [¹]

La portera tiene un cartel de madera que da nombre, “La Graciela”, al hogar.

– En nuestra historia hay dolor y sangre concentrados. En mi caso, fueron 18 años entre la clandestinidad y la cárcel. Las amistades que hacés ahí duran años, por lo intenso y concentrado que fue. Quedás unido por la vida y la muerte. Le decís a alguien normal que vivo acá, en la chacra de un par de compañeros, que no les pago y ellos no me cobran, que metí plata para hacerle electricidad y todo, pero no me importa que vaya a quedar para sus hijos y no lo entendería. Para nosotros no sería lógico de otra manera. Porque también se hacen extremos los sentimientos, hay cosas muy lindas y otras muy dolorosas.

“No puedo dejar de pensar que me crié en la Guerra de Corea”

Germán duerme. María Elia está sentada en el frente de su casa. A su derecha unos seis o siete caballos bufan y comen pasto. Al jubilarse y desistir de plantar distintos tipos de frutas y verduras, tarea a la cual se abocó principalmente Germán, se dedicaron a la lectura -pasatiempo que ocupa físicamente tres rebosantes bibliotecas- y al descanso. Los caballos son de un vecino que no tiene tantos pastizales.

María Elia sabe un poco de alemán, francés e inglés. La mayoría de sus libros están dedicados a la Historia y en especial a la Guerra Civil española. Los dos repiten, cada uno por su lado, que es “importante saber” de esta ciencia “para comprender los errores que ya cometieron generaciones anteriores”. Lo primero que dirá ella sobre Germán, será que pertenece a una familia de españoles exiliados de la dictadura franquista y lo segundo que estuvo con “el Bebe” Sendic en los montes. Comentará, ya en la cena, que su suegra para un compleaños le hizo una paella “ríqusima”. Él sonreirá, simplemente.

El caso de su familia es más complejo. Su madre, a quien le decían Elita, la llamó con el mismo nombre que compartían con su abuela, Elia María Rodriguez (conocida como Elia, provenía de una familia acomodada, los “Saavedra”, descendientes de Hernandarias de Saavedra). Su abuela, nació y se crió en Florida, era la hija de un sastre que se instaló en Montevideo, proveniente de España a mitades del siglo XIX. Conoció así a su abuelo, Enrique Saavedra, quien tras ejercer como Juez de Instrucciones en Colonia y aceptar como pago parcelas de tierras se convirtió en “latifundista”.

Su abuelo paterno, Luis Topolansky, quien cariñosamente la llamaba “Mariquita”, hizo su carrera de ingeniero en Viena donde conoció, “en un ambiente medio intelectualoide”, a la hija de un fabricante de violines, Herminia Muller, su abuela quien había nacido en Viena. La familia se mudó a Montevideo, en la segunda mitad del siglo XIX, cuando le encomendaron a Luis, su abuelo, la construcción de una cinta transportadora en un molino de la capital. Allí nació, en 1892, Luis Topolansky Muller, el segundo ingeniero de la familia.

-A mi abuela si no le hablabas en alemán no te contestaba- Herminia Muller no aceptó el segundo matrimonio de su hijo.

“Mopsi” es el sobrenombre de Ilse Umbrait, la primera hija de Luis Topolansky, hermanastra de los seis hijos que tuvo su padre: Enrique, Carlos, Luis, María Elia, Lucía e Inés.

La profesión de Luis Topolansky llevó a que la familia se instalara en Alemania. En plena modernización estatal, le encomendaron, como Jefe de la Ancap en La Teja y uno de los pocos jerarcas que hablaban en alemán, que comprara maquinaria en su país de origen. Allí nacieron los mayores, Luis y Enrique, tras la explosión de la Segunda Guerra Mundial. “Sus partidas de nacimiento están selladas con esvásticas”. Pero los bombardeos incesantes llevaron a que María Elia, embarazada de Carlos, quisiera volver a Uruguay.

Al retornar, su padre evocó públicamente el deslumbramiento que sintió al ver la avanzada maquinaria alemana en funcionamiento. A pesar de ser “apolítico”, sus declaraciones fueron tomadas como apoyo al régimen y tuvo que renunciar a su puesto en Ancap. La familia se resintió económicamente y se mudó a la casa de la abuela materna en el Prado.

Allí nacieron las mellizas, un 25 de setiembre de 1944.

– Mi madre siempre decía: “se aprobó el voto de la mujer y parí a dos mujeres”. Rompía las pelotas con eso.

María Elia nació diez minutos antes que Lucía, y “ligó” la herencia materna del nombre por tener algo que la diferenciaba de su melliza: un lunar debajo de la oreja derecha.

Se mudaron a Pocitos, cuando todas las casas eran bajas, y empezó a estudiar en las Escuela de monjas Dominicas francesas. Los dos turnos completos, uno en español y otro en francés, le dejaron el recuerdo de “un frío espantoso”, el interés por “estudiar francés” y el mal gusto de las primeras injusticias sociales.

– No tengo ni una amiga de esa época.

Las mellizas compartían todo, incluso el querer “diferenciarse la una de la otra”. Acentuar las diferencias era norma cuando te vestían igual, “si una se ensuciaba y tenía que cambiarse cambiaban a la otra también”. En los cumpleaños, su abuela materna colocaba a lo largo de una mesa carteles con los nombres de sus nietos para que se sentaran allí. “Melli” indicaba su lugar.

– Me enojé y le dije: “entonces te da lo mismo que yo me siente acá o ahí”.

La familia nunca abandonó sus costumbres “consumistas”, típicas de una clase acomodada, a pesar del resentimiento económico. Mientras que el estricto orden escolar dictaba que “no podías usar flequillo” porque era de “Brigitte Bardot [²], un relajo total” y que una estudiante no podía, a pesar de sus notas, ser abanderada del pabellón nacional si tenía los zapatos rotos.

– Me lo comunicaron en frente de toda la clase, mis compañeros se negaron a aceptar la bandera. Era sentirte menos sin tener explicación. También en los cumpleaños de 15, por ejemplo, cuando repetías vestido te miraban mal. Y no eras lo suficientemente maduro para cagarte en el vestido.

A sus 13 años conformó un grupo de “girlscouts” en donde conoció a sus primeras amigas, Elena Quinteros y María del Huerto. Comenzó así la separación de su familia.

– Estábamos todas en la misma. Elena, María y las otras pertenecían a una clase social menos pitucona que las dominicas. Hacíamos ayudas barriales, campamentos  y viajamos a dedo por todo el santoral, nos cocinamos nosotras. Lindísimo todo y te sacaba del ambiente familiar. Tenías una vida propia que no era la de tu familia.

La separación ahondó aún más cuando comenzó los preparatorios en el IAVA, a pesar de que su abuelo paterno podía pagar uno privado, decidieron, junto a Lucía, anotarse en la “enseñanza pública”.

“Se te venía un mundo de preguntas encima”

La primera adquisición de esa época fue la duda. Para iniciar los preparatorios, etapa previa al comienzo de una carrera universitaria, tuvo que realizar un test vocacional. Los resultados fueron premonitorios: podía anotarse en cualquier carrera.

Los inicios de la década del 60 estuvieron signados por la Revolución Cubana. La efervescencia era casi unánime en su generación. Cuando entró al IAVA, comenzó a militar en el FIDEL.

– Lo que más me costó, en un principio, fue diferenciar un comunista de un socialista y de un trotskista. No entendía por qué, si todos querían un mundo justo, se peleaban entre sí.

Un amigo, un conocido de la clase, la acercó a la militancia. Abandonó la religión como forma de vida, “que a esa altura era un peso muerto”, y descubrió que la “URSS no era un cuco”.

– Se te venía un mundo de preguntas encima y no tenías la respuesta a todo. Un día pensabas algo y al otro día te hacían dudar.

Sus padres eran permisivos “respetaban lo que pensabas, cada uno hacía la suya”.

A la efervescencia histórica la acompañó la formación. En esa época, los intelectuales no se colocaban en un pedestal para comunicarse con los estudiantes, Carlos Real de Azúa se situaba en el medio de los salones, entre los estudiantes, para dictar clases de literatura; Ángel Rama lo siguió, y el pintor Joaquín Aroztegui [³] se encontraba con sus alumnos en un bar para discutir sobre Arte e Historia. María Elia comenzó a tomar grapa y caña con butiá. Al igual que Arostegui, se quedaba horas discutiendo en el bar.

Luego, a pesar de querer hacer ingeniería, aceptó la postura de su padre y entró a la Facultad de Arquitectura. Realizó el preparatorio en dos años, Lucía en tres.

– Nos separamos al fin.


[1] Bajo la “sospecha” de que ochos militantes del MLN-T, Floreal García, Mirtha Hernández de García, Daniel Brum, María de los Ángeles Corbo de Brum, la que se encontraba embarazada, y Graciela Estefanell, estaban involucrados en el asesinato del ex director del Servicio Información de Defensa (SID)  el coronel Ramón Trabal en París, estos fueron secuestrados en Buenos Aires, trasladados clandestinamente y ejecutados en territorio uruguayo el 20 de diciembre de 1974.
[2] Actriz reconocida a mediados del siglo XX como un “ícono sexual”.
[3] Carlos Real de Azúa (1916 -1977) fue  abogado, crítico literario, historiador y ensayista, docente en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Ángel Rama (1926-1983) fue un reconocido escritor, ensayista y docente, escribió en Marcha y formó parte de la “generación del 45”, Joaquín Arostegui (1943) es pintor, fue “proscripto” por el régimen dictatorial, desde 1972.


* Publicado en «La Baraja»