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Escenarios de futuro

15 junio, 2020

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Rodrigo Abd

Escenarios de futuro

La pandemia ha interrumpido el tiempo del capital e intensificado el problema de la desigualdad. La cuestión es entonces: ¿puede servir esta experiencia heterogénea, pero al mismo tiempo compartida en torno al dolor, la enfermedad y el miedo a morir, para cuestionar modos de existencia y estructuras naturalizadas de desigualdad? La pandemia provoca sentimientos reactivos y posturas conservadoras, pero también es un límite en el que resuena una idea con fuerza: «Debemos parar y cambiar, hacer del mundo un lugar habitable para todos los cuerpos, para todas las vidas».


¿Cuáles crees que serán los debates ideológicos fundamentales en los próximos meses, los principales objetos y temas de disputa? ¿Crees que habrá una verdadera disputa ideológica, una guerra cultural? 

Creo que es importante sostener que la situación está completamente abierta. Hemos visto interpretaciones muy distintas de la pandemia que empujan en una dirección u otra: quienes consideran que se trata de un obstáculo a dejar atrás lo antes posible; quienes consideran que el virus hace parte de las dinámicas del poder contemporáneo; o quienes piensan que debe ser tomada como síntoma, como efecto de condiciones sociales pero que, al mismo tiempo, no puede ser explicada solo por esas condiciones. Estos relatos son clave para defender un regreso a la normalidad, inaugurar un nuevo orden mundial o empujar una reflexión que permita caminar hacia otra cosa. 

A la disputa entre estas distintas interpretaciones debemos sumar un elemento crucial: las fuerzas vivas presentes en el enorme conjunto de personas para las que la explotación, la pobreza, la violencia o la ausencia de acceso al cuidado son experiencias cotidianas. La pandemia ha expuesto en toda su crudeza esta realidad que había sido naturalizada a través de distintos mecanismos de desafección social. No pensar en el dolor del otro –el mandato neoliberal «sálvese quien pueda»–  ha sido condición de posibilidad para el avance de nuestras sociedades. Con la pandemia, algo de esto cambia: el dolor del otro se hace más presente, tangible, resulta impostergable. 

Nadie imaginaba en estos días que tuviesen lugar las impresionantes revueltas en protesta por el asesinato de George Floyd en Minneapolis o la enorme marcha en París en apoyo a la regularización de los sans papiers. Esto significa que el racismo y la discriminación producen una situación insoportable, tanto como para poner en peligro la salud propia. Si se suma la fuerza del feminismo, presente en los discursos y en las redes que han sostenido el confinamiento, podríamos asistir a una articulación de fuerzas muy poderosa para las que no es posible una vuelta a la «normalidad», entre otras cosas porque esa «normalidad» está cargada de muerte –y esto, como vemos cada día, es de una tremenda literalidad–. 

La desigualdad como elemento definitorio de nuestras relaciones sociales se ha hecho más evidente que nunca. No solo es algo que conocemos, sino algo vivido: ¿quién trae la comida a casa exponiéndose al contagio?, ¿quién debe ir a limpiar residencias u hospitales?, ¿quién debe seguir trabajando en el campo para alimentarnos a todos?, ¿quién arriesga su vida en hospitales con contratos temporales? Hemos experimentando que la red de interdependencia no es una entelequia, es una realidad material organizada según jerarquías muy claras. Esta red muestra que, aislados o encontrándonos en las calles, nuestra existencia se inserta en un entramado que nos antecede y del que inevitablemente formamos parte. También hemos experimentado que los trabajos más relevantes para la reproducción de la vida cotidiana casualmente son los más feminizados y los peor pagados. Esto permite comprender algo muy importante: nuestras sociedades son esencialmente injustas. 

La disputa a partir de ahora será entre quienes quieran seguir adelante con este proyecto social de injusticia y quienes quieran un proyecto distinto movilizado por múltiples motivos: sea por una afectación directa de algunas de las dimensiones de esta injusticia, por una conciencia de futuro respecto a la vida en el planeta, por resistencia a sostener por más tiempo la desafección a la que obliga el capitalismo, por ser víctima de algún tipo de daño o simplemente porque el modelo de existencia vertebrado por la producción y el cálculo ha perdido su sentido. En estos días, mucha gente experimenta el deseo prohibido de recuperación de un tiempo de vida que había quedado anulado con la interiorización del empresario de sí mismo. ¿Para qué trabajamos? ¿Qué empleos son los realmente necesarios para una buena vida? ¿Por qué hacemos muchos trabajos que no están destinados a procurar esa buena vida? ¿Cuáles son útiles socialmente y a partir de qué criterios queremos definir la utilidad? ¿Por qué dejamos de tener tiempo para conversar con amistades, alimentar el espacio compartido, enriquecernos como seres humanos con bienes no mercantiles? ¿Por qué dejamos de hacernos la pregunta filosófica acerca de qué es una buena vida?  

La pandemia ha interrumpido el tiempo del capital e intensificado el problema de la desigualdad. La cuestión es entonces: ¿puede servir esta experiencia heterogénea, pero al mismo tiempo compartida en torno al dolor, la enfermedad y el miedo a morir, para cuestionar modos de existencia y estructuras naturalizadas de desigualdad? Las fuerzas que desean seguir con el proyecto social de injusticia tratarán de clausurar esta pregunta. El desafío más importante será mantenerla abierta, insistir en ella desde lugares diversos, conectar con la experiencia que permitió que fuese formulada masivamente. Es necesario comunicar dolores distintos a lo largo del planeta, desde Minneapolis a Tijuana, desde las barriadas de América Latina a la periferia parisina, desde Senegal al barrio de Lavapiés, y empujar en un paso más: ¿qué condiciones permitirán acercarnos lo más posible al cuidado universal de la vida cuando afirmamos que ésta es esencialmente vulnerable? En otras palabras: se trata de acabar con el proyecto social de injusticia como destino histórico inevitable. 

¿Hacia dónde crees que deberían dirigirse las medidas de Gobierno y sobre qué imaginarios de futuro y marcos discursivos teóricos? 

En este momento histórico en el que los mercados se imponen sobre la política, haciendo peligrar cuando no suspendiendo las bases democráticas, el papel del Gobierno por sí solo es limitado. En este sentido, ningún cambio puede reducirse a política pública. Esto no significa que determinadas mejoras legislativas no sean fundamentales, sino que cualquier perspectiva de futuro debe mirar más allá de ese ámbito, a riesgo de hacer depender el conjunto de capacidades creativas y de reconstrucción de una democracia distinta –radical, diría– del mandato posibilista del Estado. La dirección que tomen las medidas será siempre resultado de un conjunto de fuerzas diversas. Y ahí tenemos que desafiar los marcos de lo posible.

Estamos en el límite –incluso ontológico– que impide ignorar por más tiempo la crisis civilizatoria en la que nos encontramos. En Europa, esta crisis ha permanecido velada debido a que su impacto fue desplazado a las capas de población más invisibles –trabajadoras del sector cuidados, migrantes con o sin papeles, refugiados, personas empobrecidas o mayores–. La crisis no admite en este punto histórico modificaciones parciales. Esto no significa que el cambio tenga que darse de golpe, pero sí que necesitamos claridad rotunda de hacia dónde dirigimos cada una de las acciones que se ponen en marcha: hacia la aceptación del proyecto social de injusticia o hacia su final. Y cuando hablamos de injusticia tenemos que incluir la relación no solo entre humanos, sino también con el conjunto del planeta. 

Para esta tarea, es importante echar mano de distintos marcos teóricos, necesitamos diálogo, contaminación entre propuestas. Producir alianzas que enriquezcan discusiones, como cuando se entrelazan feminismo, ecologismo y antirracismo. También necesitamos aprender de las luchas sociales porque en ellas encontramos claves teóricas y prácticas indispensables para diseñar alternativas. Activar una epistemología situada de las luchas. Esto significa que es necesario desplazar el énfasis centrado exclusivamente en el aspecto discursivo del lenguaje para indagar en las fuerzas que lo sacuden: el discurso sin la experiencia resulta vacío. Necesitamos descentrar el punto de vista que reproduce un determinado sentido común hacia el punto de vista de los márgenes, no para complacernos en una política marginal, sino para entender realidades históricamente excluidas que en la actualidad son las de la inmensa mayoría del planeta. No es casual que las luchas más potentes que irrumpen en los últimos años, como la de las mujeres, se expandan desde las periferias hacia el centro –ya sea desde las periferias de las ciudades globales o desde los países del Sur hacia el Norte –. Tampoco es casual que la alarma ecológica que suena con fuerza en Europa sea eje de las luchas por la defensa de los territorios indígenas desde hace décadas. 

Hay una propuesta que combina varios de estos elementos: la reorganización social del cuidado de la que el movimiento feminista habla desde hace décadas. Una propuesta que desafía la imaginación en todos los sentidos, en la medida en que implica una transformación profunda tanto cultural como del orden socioeconómico. En concreto, plantea repensar el conjunto social desde una premisa distinta a la que solemos hacerlo, incluso desde la izquierda que no acaba de abandonar el «paradigma productivista». Se trata de priorizar el cuidado de las personas, entendiendo por éste el conjunto de trabajos destinados a producir bienestar. Encontramos cuatro ideas muy importantes en esta propuesta: recupera trabajos históricamente invisibles considerados no productivos, cuestionando una jerarquía asumida de actividades –ir a la oficina es más importante que lavar la ropa–; se desmonta un sistema entero de valores que sitúa el cuidado en último lugar –por eso es no pagado o mal pagado–; criticar radicalmente el orden sexual como orden económico –¿cómo se hace posible la división sexual del trabajo si no es produciendo masculino y femenino como instancias prefijadas?–; y, por último, implica una idea radical de igualdad: ¿cómo organizar la vida común con un criterio de igualdad que impida delegar el cuidado en una parte de la población? Es preciso responder esta pregunta sin presuponer que a las personas migrantes o a las trabajadoras domésticas corresponde por naturaleza hacer el trabajo sucio. En otras palabras: se trata de reorganizar el conjunto entero tomando como prioridad lo que sucede en los márgenes como condición para no generar nuevas exclusiones. 

¿Cómo crees que se va a reconfigurar el espacio social y su representación política: vamos hacia una fragmentación, polarización, desafección, radicalización, un nihilismo generalizado, un desencanto, fuentes de malestares articuladas o atomizadas? 

En los próximos meses, resistir el mandato de «regreso a la normalidad» será decisivo para no taponar las consecuencias tan profundas de lo vivido. Es necesario tiempo para el duelo por las personas perdidas. Tiempo para entender los miedos masivamente activados: enfermedad, pobreza, muerte o sentir que nuestra vida está en manos desconocidas (¿y no es que siempre estamos en cierto modo en manos de personas desconocidas?). Tiempo para profundizar en la crisis de sentido abierta: ¿tiene sentido mi proyecto vital tal como estaba planteado?, ¿tiene sentido la maquinaria capitalista en la que de algún modo hemos volcado el deseo colectivo?, ¿tiene sentido endeudarse de por vida? Hay editoriales que están planteando: ¿tiene sentido hacer más libros dado el sistema que hace que la mayoría acaben en bodegas por no ser rentables gracias a un sistema absurdo de intermediarios? Y han decidido suspender la edición hasta no encontrar una salida adecuada a este problema. La pandemia ha permitido hacernos preguntas éticas que habían sido obturadas por la racionalidad neoliberal. 

Negarse a abandonar estas preguntas puede ser una manera importante de resistir en el medio plazo. Y un antídoto eficaz ante el derrotismo que impide comprender los espacios de libertad que pese a todo han sido posibles en esta situación. Es importante enfatizar aquello que hemos descubierto que puede hacerse distinto y ser liberador. Un ejemplo: el encierro se ha pensado mayoritariamente como imposibilidad de lo común. Sin embargo, hacía mucho tiempo que las conversaciones sin prisas, la preocupación por el otro, la escucha sin interrupción no eran tan reales. Paradójicamente asistimos a un cultivo de la cercanía que había sido olvidado. También tomamos conciencia abruptamente del daño del que podemos ser tanto causa como objeto, así como de nuestra capacidad para minimizar ese daño. La pandemia abre las puertas a una radicalización de lo común desde la que politizar situaciones ignoradas e incluir a quienes habían sido excluidos  –revalorar el trabajo del repartidor, del campesino, de la celadora, de la empleada doméstica, de la trabajadora a doble o múltiple jornada–. La pandemia ha obligado a romper con la lógica de la presencia que empobrece enormemente nuestras posibilidades políticas. La pandemia provoca sentimientos reactivos y posturas conservadoras, pero también es un límite en el que resuena una idea con fuerza: «Debemos parar y cambiar, hacer del mundo un lugar habitable para todos los cuerpos, para todas las vidas».

 

Silvia L. Gil (Madrid, 1978) es feminista, filósofa y profesora en el Departamento de Filosofía y en el Doctorado en Estudios Críticos de Género de la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México.

 

Publicada originalmente en https://www.ieccs.es/