América Latina

La estéril y agotadora polarización

20 febrero, 2021

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Zur

La estéril y agotadora polarización

Necesitamos recalibrar los términos del abordaje del antagonismo social. Se debe entender la polarización como la simulación de antagonismos históricos, existentes, palpables, sentidos, experimentados… antagonismos que duelen. La polarización es, en sí misma, una lógica de poder conservadora que reproduce y sostiene una forma de organizar la vida ceñida por el capital. Es una formación aparente de la política, que canaliza la rabia, la indignación y la energía social de transformación hacia un estadio estéril y agotador de confrontación.  


Señalar que en estos días vivimos en un mundo en el que la dinámica política es ante todo “polarizante”, es ya un lugar común. En América Latina este fenómeno ha adquirido distintas facetas y matices dependiendo del país, aunque el par binario que opera como denominador común es el del progresismo-derecha conservadora (Lula-Bolsonaro, Fernández-Macri, Morales-Camacho, Correa-Lasso, etc.).

Uno de los principales resultados de estos procesos polarizantes, es su capacidad para presentarse como una contradicción que totaliza la política de un país –o una región–, como si fuese la contradicción principal que, en última instancia, debería organizarlo todo en una sociedad.

Por la importancia que la misma ha adquirido en el presente, es fundamental comprender su dinámica y cómo esta no es solo un artificio, sino que se configura a partir de profundos antagonismos derivados de injusticias y desigualdades históricas. Por tanto, cualquier salida al impasse polarizante comienza por devolver la mirada a los cimientos de estos antagonismos (algo sobre lo que el contexto ecuatoriano de estos días tiene mucho que decir).

¿Cómo opera la polarización?

Intentemos entender la dinámica polarizante. Es una forma de gestión de los antagonismos sociales, los cuales emergen de las contradicciones profundas que genera el orden dominante de una sociedad. Esta gestión tiende a inhibir, anular y/o neutralizar la capacidad social de modificar su realidad, trasladando los malestares sociales –pasibles de convertirse en sublevaciones y luchas con potencial transformador– a un plano en el que los mismos quedan inscritos y reducidos a un  “posibilismo estatal” (i.e. en los márgenes de acción que permite el Estado moderno de una sociedad capitalista).

Este posibilismo estatal se sostiene en una apariencia fundante: la política es una confrontación de dos posturas ideológicas –representadas en partidos electorales, generalmente liderados por caudillos– que se disputan el control de las instituciones del Estado, y –nuevamente en  apariencia– todo debe quedar codificado en esos dos términos opuestos.

Muchas veces estos procesos de polarización derivan en dinámicas fascistizantes, en el que algunos segmentos sociales comienzan a operar como grupos para-estatales, recurriendo a la violencia desde discursos ideologizados que no se abren a ningún tipo de crítica. Esta violencia (física y simbólica), además de convertirse en el modus operandi de una política vacía de argumentos, se ocupa de reproducir la apariencia de un mundo binario: “todo lo que no hace parte del polo al que pertenezco, corresponde automáticamente al otro polo y, por tanto, debe ser atacado con virulencia”.

Lo paradójico en todo esto es la funcionalidad de este mecanismo polarizante, que tiene que ver con cómo el patrón de acumulación (modelo de desarrollo), su dinámica expoliadora y los principales pactos de las clases dominantes y capitales externos, son sostenidos y resguardados en lo grueso desde ambos polos. Ello significa que, al final de cuentas, las condiciones de injusticia y desigualdad social terminarán por reproducirse y, por ende, son los polos colaboran en su sostenimiento. Por lo que la tensión social derivada de los antagonismos se mantiene constante, y es desde ahí que se vuelve a simular la dinámica polarizante. Y así sucesivamente. En otras palabras, la polarización termina siendo, pues, una forma de gestión del antagonismo social, que, en última instancia, lo simula al tiempo que lo encubre, pero en ningún caso lo resuelve sino que lo reproduce y sostiene.

Es importante, entonces, entender que hay un punto de partida que no puede desconocerse ni minimizarse. La polarización conjuga una serie de reivindicaciones históricas de justicia e igualdad –en su mayor parte derivados de largos procesos de lucha–, junto a la exacerbación de miedos, privilegios de clase y heridas históricas que muchas veces son puestas en el plano del nacionalismo o regionalismo. Negar esta base que subyace a los procesos de polarización, representa negar distintas violencias, explotación, despojo, racismo, discriminación, sojuzgamiento. La polarización se nutre de los dolores, de las rabias y de los deseos de cambio, aunque los instrumentaliza para terminar afianzando un orden de dominación.

No se puede “despolarizar”, así, a secas

Si se asume que la solución no pasa por navegar la polarización, es decir, situarse en uno de los polos de manera acrítica, reduciendo lo que sucede en el mundo a esta empobrecida manera de comprensión binaria de la realidad, el problema es: ¿cómo enfrentarla?

Para muchos la salida más obvia es la de simplemente generar un proceso de conciliación entre las posiciones encontradas: des-escalar la polarización. El problema es que esta postura desconoce el trasfondo de la misma, sus argumentos se sostienen en un conjunto de principios de la política liberal, aquella que –por lo menos desde el discurso– ha perdido bastante terreno en la última década y media, y que trata de reinventarse ante la angustia, miedo y cansancio que generan estos procesos de confrontación (quizá los discursos de Joe Biden sean el ejemplo más inmediato de esta postura).

Es por esto que las nociones universales abstractas que son utilizadas en esta búsqueda liberal despolarizante –como: “todos somos ciudadanos”, “el bien común por delante de las diferencias”, “debemos estar unidos en torno a la nación”, etc.– tienden a desentenderse de los términos del antagonismo social y, en todo caso, intentan reestablecer como sentido común hegemónico el conjunto de espejismos –o formas aparentes– de las economías de mercado capitalista.

Es por este motivo que desde esta postura se hacen llamados a una ilusoria unidad frente al polo que está en el poder. “Para ganar las elecciones ‘todos’ los candidatos de oposición deben unirse en una única fuerza”, enunciado que pierde de vista que en la mayoría de los casos ello implicaría ignorar un conjunto de violencias y contradicciones que perviven históricamente en lo más hondo de las sociedades, y que, en muchos casos, representaría atravesar ríos de sangre.

En general, lo que suele suceder con este tipo de estrategias es que no hacen otra cosa que terminar afianzando y amplificando la dinámica polarizante, en la medida en que se presenta como “única” alternativa, mientras muchas personas, grupos, activistas, etc., se ven empujados a un lugar del silencio, ya que la crítica terminan siendo codificada siempre en clave de esa frenética confrontación: “acuérdate, si criticas a éste le estás haciendo el juego al otro” (cuando, en realidad, muchas críticas van a lo más hondo de la configuración de este esquizofrénico escenario).

Recalibrar los términos desde donde abordamos el antagonismo social

Salir del impasse polarizante no pasa por intentar que el antagonismo social desaparezca, sino por reconsiderar las posiciones y las acciones a partir del mismo. Es decir, lo fundamental es volver a exponer y visibilizar las distintas aristas del antagonismo social, aquellas de corte colonial, las patriarcales y las capitalistas; sus articulaciones; sus mecanismos, etc.

Los distintos clivajes que operan en nuestras sociedades no pueden quedar entrampados en una dinámica binaria controlada por partidos. Misma que es utilizada para conseguir redito político, llegando incluso a exacerbar las contradicciones generadas por esos clivajes, como si fueran recursos permanentes de producción de legitimidad y apoyo popular.

Quizá es algo sobre lo que se ha perdido la costumbre –más en estos tiempos en que las redes sociales se convierten en lugar de contrastación de sentidos comunes (tema que amerita una reflexión profunda)–, pero de lo que se trata es de construir interpretaciones e interpelaciones desde lo que le está pasando a las personas y no desde lo que un dogma, partido, caudillo o gobernante dice que está pasando. De lo que se trata es de desempolvar las agendas históricas de lucha, no para recuperarlas nostálgicamente, sino para evaluar los horizontes olvidados y su importancia en el presente. De lo que se trata es recuperar las capacidades de transformación que fueron delegadas a otras instancias (partidos o caudillos). De lo que se trata es de mirar lo que se está haciendo en términos de cuidado de la vida y cuáles son los factores que amenazan este conjunto de esfuerzos.

De lo que se trata, al final de cuentas, es de reestablecer la legitimidad y función emancipadora de la crítica. La crítica desde la cultura, desde los activismos, desde las universidades, desde los medios de comunicación, desde las instituciones de la sociedad civil, desde las comunidades, desde dónde se pueda. No hay transformación posible si no hay crítica a los dogmas… y la polarización se sostiene en dogmas.

Es la crítica, aquella que provienen de procesos abiertos, colectivos y de amplitud diversa, la que empuja a que las luchas sean por la redistribución de la tierra y no por caudillos, por la desactivación de los mecanismos raciales y no por la pervivencia de un partido, por la capacidad de decidir sobre nuestros cuerpos y no por el enriquecimiento de unos cuantos,  por la vida y no por el miedo.

El ejemplo de Ecuador

Aunque mientras se redacta este texto aún no se conoce el desenlace del conflicto electoral ecuatoriano que se ha generado de cara a la segunda vuelta, vale la pena señalar lo revelador que está siendo este proceso en términos de entender lo que sucede frente a una apuesta que ha descolocado los términos de la polarización.

Aquello que se reconoce como progresismo y derecha en Ecuador (ambos polos), no han tardado en cerrar filas frente al candidato indígena Yaku Pérez que, de manera inesperada, alcanzó a disputar el segundo lugar en las elecciones con el Movimiento Pachakutik. Los defensores del correismo (la veta progresista), no han escatimado en calificativos racistas y clasistas contra el candidato que es respaldado por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), de la misma manera en que siempre lo hizo la derecha conservadora y neoliberal.

El problema es que el Movimiento Pachakutik –haciendo eco de las luchas que sacudieron a Ecuador durante el 2019 y produjeron un sentido crítico sobre el orden dominante existente– ha presentado una agenda política que pone en el centro de la discusión y de manera explícita distintas dimensiones del antagonismo social (medio ambiente, distribución de la riqueza, colonialismo, patriarcado, etc.). Dimensiones que no solo fueron opacadas por la frenética polarización derecha-progresismo en los últimos años, sino que fueron gestionadas de manera similar desde ambos polos.

Más allá de lo que suceda con las elecciones en Ecuador y con lo que pueda o no lograr el Movimiento Pachakutik, este caso nos revela que despolarizar no es un enunciado, sino una lucha.

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Se debe entender la polarización como la simulación de antagonismos históricos, existentes, palpables, sentidos, experimentados… antagonismos que duelen. La polarización es, en sí misma, una lógica de poder conservadora que reproduce y sostiene una forma de organizar la vida ceñida por el capital. Es una formación aparente de la política, que canaliza la rabia, la indignación y la energía social de transformación hacia un estadio estéril y agotador de confrontación.