Coronavirus Uruguay

No te podemos criar

9 junio, 2020

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Zur

No te podemos criar

Dice parte del “cuplé” que Edison Campliglia1 dedica a Rivera y los riverenses; mientras le pide al presidente de Brasil, señor del horror en América Latina, que se haga cargo de una parte del nosotros de la que reniega. Qué dice este “chiste” sobre Rivera y los riverenses, y por oposición y comparación sobre el Uruguay, sus límites y sus márgenes. Humilla porque está reproduciendo los estigmas que legitiman la desigualdad y hacen efectiva la dominación. Rivera es una amenaza racial, cultural y de clase, mucho más que sanitaria.


La ocasión no podría ser menos oportuna y más específica. Los casos de coronavirus se multiplican en las ciudades de frontera.

La proximidad con Brasil -donde el crecimiento de la enfermedad está absolutamente descontrolado y las muertes se multiplican- y las características de una frontera que al tiempo que indica un límite político construye un territorio de diálogo y circulación, ponen en la escena nacional un espacio social al que habitualmente no se mira. Las autoridades del país parecen preocupadas. Frente al primer brote el presidente se traslada a Rivera. La frontera comienza a construirse y ser presentada como la amenaza al éxito de la política sanitaria desarrollada hasta el momento.

Al coronavirus le ganamos entre todos” dicen los eslogans. “Este partido lo ganamos todos los uruguayos unidos”.

Proliferan las analogías futbolísticas, metáfora de lo nacional por excelencia. Para evitar exclusiones las piezas publicitarias incorporan deportistas mujeres, todas y todos vestidos de celeste. Suena bien pero incomoda a cualquiera que haya desarrollado la mínima sensibilidad a las versiones locales del nacionalismo. La reacción más rápida y directa es pensar en la población migrante, tan o más vulnerable que la nacional. Al final de cuentas, si al coronavirus le ganamos entre todos que importa en qué país se nació, de que color es la tapa del pasaporte o la camiseta de su selección. Unos días más tarde, nos enteraremos que ese todos es aún más excluyente.

De a poco el discurso de la excepcionalidad uruguaya se impone en la evaluación de la evolución de los contagio en el país. El crecimiento exponencial se controló, se acható la curva sin la necesidad de declarar cuarentena obligatoria. En las redes sociales florecen las explicaciones para este “milagro”. Densidad poblacional, cobertura universal de vacunación, responsabilidad ciudadana, herencia de un sistema de salud robusto… toda hipótesis pierde potencial explicativo frente a un fenómeno del que todavía no podemos tomar la distancia necesaria. De todas formas la síntesis es clara, somos una excepción en el contexto regional. Sin echar mano del autoritarismo de los vecinos, usando nuestra libertad (individual) con responsabilidad. Algo nos hace diferentes, en este caso como en otros tantos, mejores.

De forma sorprendente por su inusitada agresividad y su absoluta falta de gracia -aunque no por el contenido discriminatorio en clave racial y de clase codificado en señas religiosas, lingüísticas y culturales – irrumpe en el idilio colectivo la polémica en torno al cuplé de Campiglia. Independientemente de posiciones a favor o en contra, el debate se desata en torno a lo que se puede o no en el marco del humor: cuál es su función, su objetivo, su límite. En la delgada y tensa línea que une y separa la libertad de expresión de la ofensa, la tolerancia de la indiferencia (la libertad del libertinaje, se decía cuando yo era chica) se radicalizan posiciones que van de la denuncia penal a la acusación de moralismo.

El humor, como cualquier otra actividad humana puede y debe ser analizado a la luz de posicionamientos éticos: ¿Quién se ríe de qué/quién y por qué? ¿Qué consecuencias tiene sobre las posiciones sociales, relaciones de poder y representaciones que de unos y otros se construyen? No hay lugar para el esencialismo, puede ser reproductor o insumiso todo depende de las personas, los contextos, las lecturas que de él se hagan; puede ser punzante, agresivo, hiriente, nada de eso parece malo en sí mismo. Pero cuando es humillante es necesario prestar atención. Humilla porque está reproduciendo los estigmas que legitiman la desigualdad y hacen efectiva la dominación. En este caso en concreto no hay dos lecturas posibles. Si es que podemos llamarlo humor, el cuplé de Rivera es indudablemente reproductor de estigmas bien instalados en el imaginario montevideano y por extensión nacional. Este el punto en que me gustaría detenerme, ya que es la discusión que no estamos dando. Qué dice este “chiste” sobre Rivera y los riverenses, y por oposición y comparación sobre el Uruguay, sus límites y sus márgenes.

Una cuestión interesante es que al acompañar lo que se ha escrito en torno al tema la primera palabra que resuena es xenofobia. Esto podría ser considerado un error, ya que técnicamente las dimensiones analíticas a emplearse deberían ser racismo y clasismo. Sin embargo, una y otra vez el hilo del pensamiento vuelve sobre la xenofobia. Es precisamente en esa imprecisión analítica donde podemos encontrar una clave para comprender lo que sucede. Es xenofobia porque se trata de un problema de pertenencia nacional; pero no dirigida a los extranjeros como habitualmente la comprendemos. Se trata una forma más sutil de exclusión de lo nacional, hacia personas que son uruguayas de hecho, pero que al parecer no deberían serlo de derecho.

Y es que los uruguayos le estamos ganando al coronavirus. Y no le estamos ganando de cualquier manera, sino a la uruguaya. Pero los riverenses no. Nos queremos convencer de que el virus no ha prosperado porque estamos en Uruguay. La victoria no es política o sanitaria, sino cultural, identitaria y nacional. Se construye en una forma de ser uruguayos: educados, bien-hablantes del español, blancos, no-creyentes… ¿con determinado coeficiente intelectual?

El problema de Rivera y sus habitantes, no entonces es el de la proximidad con el foco del otro lado de la frontera ni la necropolítica sanitaria del país vecino. La dificultad para contener el contagio no está en los problemas de parar una economía común o clausurar una frontera en constante circulación. No es la proximidad con Brasil, sino el hecho de que los riverenses son en sí mismos ese país desmerecido, infectado y desgobernado. Según se los describe, son brasileños… o vaya a saber que otra cosa … ¿parecen africanos por su color de piel?

Todas las comunidades imaginan sus límites y los despliegan en el espacio. En torno a ese espacio trazan una línea. Cuando esos colectivos se imaginan como naciones, las fronteras de lo nacional se construyen sobre elementos muy diferentes a los del límite geográfico y político. Las fronteras de lo nacional son ficciones en torno a lo cultural, lo racial, las tradiciones y las proyecciones de un futuro promisorio que se apoya en un pasado de gloria. Los habitantes de un territorio pueden estar dentro del límite político y al mismo tiempo caer de un lado u otro de la frontera de lo nacional. La frontera con Brasil ha estado siempre al margen del Uruguay; negligenciada, desvalorizada, imperfecta para ganarse el derecho de ser completamente parte. En la descripción de Campiglia, el Chuy con sus travas, merca, marcas truchas, sintetiza “lo marginal”. Se nos presenta como el margen problemático pero ineludible de la nación. Hasta el Chuy llega el Uruguay que imaginan como posible y deseable. Un poco más lejos, del lado de acá del límite político pero más allá de la frontera nacional está Rivera: oscura, pentecostal, incestuosa y en portuñol.

El coronavirus en Rivera es solo un contexto. El problema no es una eventual puerta de entrada, un foco. El problema son todas esas cosas que con ocasión del brote pueden hacerse palabra, aunque sea a través del humor. El problema es Rivera, poniendo en escena al Uruguay que no queremos ver, porque amenaza algo que va mucho más que nuestra política sanitaria: la imagen que tenemos de nosotros mismos. Rivera es una amenaza racial, cultural y de clase, mucho más que sanitaria.

¿Acaso nuestro caso 0 no llegó también desde el extranjero? Carmela, la célebre pituca que vino de Italia y fue renombrada hasta en Argentina también fue víctima del humor. No hubo piedad tampoco para ella. Fue ridiculizada y escrachada, agredida e ironizada, pero no excluida. Nunca se puso en duda que Carmela es nuestra, la necesitamos para poder hablar de nosotros mismos, no se la “devolvemos” a nadie. De más está decir que Carmela nunca llevaría un ‘taper’ cuando le hablan de hisopado, y que no se tendieron especulaciones sobre su coeficiente intelectual. Fue a un casamiento, pero ¿saben ustedes de qué religión? Su religión no es un problema. ¿Escucharon hablar del color de su piel? Su piel no tiene color, es blanca, es neutra. ¿Y de las prácticas endogámicas de las oligarquías nacionales? Eso es familia, no incesto. ¿Es que no tienen un acento o una forma particular de hablar los sectores de la sociedad a la que ella pertenece? Ninguna de estas particularidades nos hizo dudar de su pertenencia nacional o hacer chistes sobre eso. No es que Carmela no sea distinta, pero su diferencia es buena, puede ser parte.

Más allá de la brutalidad, la arrogancia de ‘los galanes’ y la impunidad con que ponen al descubierto sus prejuicios (y los de muchos de nosotros) revestidos de frescura transgresora, una cosa podemos sacar en claro. Vivimos en un país que está más dispuesto a criar Carmelas que a mirarse a sí mismo.

1 Personaje de ficción de La mesa de los galanes (Del Sol FM).