América Latina

Chile aprobó

27 octubre, 2020

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Celeste Rojas Mugica

Chile aprobó

Una apabullante mayoría decidió ayer escribir una nueva Constitución política para Chile, confinando al cajón de los recuerdos a la carta magna dictada por Pinochet en 1980. El acontecimiento democrático tiene lugar exactamente un año después de la insurrección popular que sacudió al país y demuestra que la pandemia no logró apagar el fuego de la rebeldía. Sin embargo el proceso constituyente tiene sus trampas y la astucia de la derecha puede bloquear los cambios estructurales. Un análisis medular, desde Valparaíso.


Chile aprueba. Los datos definitivos del plebiscito constituyente arrojan un resultado atronador: más de un 78% para el “Apruebo” y menos de 22% para el “Rechazo”. La opción de la Convención Constitucional, que dejaría fuera a la mitad de parlamentarios en ejercicio que proponía la Convención Mixta, se impone con el 79% de los votos. Incluso un 1% de los que han votado “Rechazo” prefiere que los actuales políticos se queden al margen de la novedad.

Antes de las 22:00 horas los ganadores y ganadoras celebraban en las capitales de provincia, ondeando banderas mapuches o plurinacionales, haciendo resonar sus bombos y las bocinas de sus autos. Incluso algunos vocales de mesa voluntarios perdieron toda compostura en riguroso directo ante las cámaras, celebrando a gritos cada voto por el “Apruebo” mientras se realizaba el recuento final.

El resultado confirma en las urnas que el deseo de construir un nuevo país no es cosa de unos pocos “vándalos”, como llamara el presidente a sus connacionales el año pasado antes de desplegar contra ellos su fuerza militar. Un año después, el mandatario madrugaba para ser de los primeros en votar en Las Condes, y ser también el primero en celebrar el resultado de antemano: “La inmensa mayoría de los chilenos queremos cambiar, modificar nuestra Constitución”, declaró. “Desde un principio dije que nuestro Gobierno no era neutral y tenía dos compromisos: que este plebiscito honre nuestra tradición democrática y contribuir para que Chile tenga una buena Constitución, que nos permita sentir que sea la constitución de todos”.

Horas después, tras difundirse en la prensa y redes sociales que la participación se dirigía a batir un récord, la plaza de la Dignidad, el bastión de la revuelta, comenzó a llenarse. De nada sirvieron las cuatro horas de represión a que los sometieron los carabineros. Antes de que empezara el recuento, los “cabros” habían reconquistado la plaza, disputándole al presidente la foto del día. Visto así, se diría que nadie perdió anoche a excepción de ese 21% que todavía defiende la constitución de Pinochet.
Ahora bien, el proceso electoral que muchos califican de trascendente apenas logró romper la baja participación electoral desde que el voto se convirtiera en voluntario en 2009. Menos del 51% de los inscritos acudieron a las urnas. Solo medio millón de votantes más que en la segunda vuelta presidencial que llevó a Piñera a La Moneda en 2017. Casi la mitad del padrón no participó. Y este último dato deja preguntas en el aire. ¿A cuántos involucra el proceso que se abre, que se dispone nada menos que a cambiar la ley fundamental del país? ¿Acaso el desinterés en la política de medio Chile se ha vuelto ya irreversible? El atenuante, para quienes prefieren mantener el optimismo, son las condiciones de pandemia que excluyeron a las personas contagiadas o en recuperación, a quienes tienen miedo al contagio, a la gente que no vota donde reside y las dificultades para trasladarse les obligaron a desistir.
 
Octubre ayer y hoy

Octubre se ha convertido en un mes inolvidable para la historia de Chile. Dos fechas con apenas una semana de distancia se observan y miden ahora mutuamente. El 18, día en que arrancó el estallido social y la mayor movilización nacional desde el final de la dictadura, que sus integrantes han adoptado como símbolo de resistencia al embate neoliberal y represivo del Estado. Y el 25, la fecha elegida por el gobierno como enroque institucional para evitar su desalojo de la Moneda y reconducir el conflicto al terreno parlamentario.

Chile acudió a este plebiscito con impaciencia, pero también con una mezcla de sensaciones. La extrema derecha, con histeria, viéndose en los últimos meses como única valedora del “Rechazo”, abandonada incluso por buena parte de los liberales que en los meses previos se habían cambiado de bando. Los conservadores y la socialdemocracia, con alivio, sabiéndose llave fundamental en el tablero de juego que ellos mismos diseñaron. Y el sector asambleario y combativo de las protestas, con una crisis bipolar: el plebiscito no se habría producido de no ser por su “aguante” y supone empezar a cavar la tumba de la constitución de Pinochet, pero las reglas del actual proyecto significarían reemplazarla por la de Piñera, el presidente bajo cuya administración más se han violado los derechos humanos en el país desde el final de la dictadura.

El terreno venía ya abonado de las semanas anteriores. Ni siquiera el alza de casos de Covid anunciada por el Ministerio de Salud los días previos, ni la extensión por 90 días del estado de catástrofe constitucional, impidieron que el aniversario del 18 de octubre se convirtiera en una fiesta de recuperación de la plaza de la Dignidad por los manifestantes que llevan ahora un año repitiendo incansables las mismas consignas y anhelos de dignidad y justicia social que han llevado al plebiscito. Los panelistas enrojecieron hablando de la “violencia” por la quema de dos iglesias en Santiago (omitiendo hasta el día siguiente que uno de los detenidos in fraganti era un oficial de la Armada) mientras, en la población de La Victoria, un disparo desde un carro policial perforaba el pulmón de Aníbal Villarroel, un muchacho de 26 años que falleció mientras era trasladado a un centro asistencial.

Chile llegaba al plebiscito sin cambiar el guión en la calle: protestas, cacerolas, reivindicaciones sociales y barricadas respondidas con gas, detenciones, plomo o tirando a adolescentes desde los puentes. El camino ha sido largo y sangriento, pero el empuje social logró dar un primer paso institucional: enterrar el legado de la dictadura es un deseo avalado en las urnas con un resultado a favor más contundente que aquel con el que Chile dijo “No” al dictador en el 88. Pero el referéndum está lejos de suponer el final de un ciclo. La nueva batalla acaba de comenzar: ¿quién redactará la nueva constitución? ¿El movimiento social que la impulsó, o la vieja clase política a la que este aspiraba a barrer del mapa?

Bonaparte en la alameda

“El triunfo de los que amamos la democracia”, como calificó el presidente la jornada del plebiscito, contrasta con los discursos beligerantes que enarboló hace menos de un año en pleno pico del estallido. La victoria de la opción que ahora celebran era por entonces anunciada como una plaga que dividiría a los chilenos y socavaría los fundamentos de la nación. El volantazo quedó formalizado en una entrevista en la que Joaquín Lavín, ex funcionario de la dictadura, alcalde de Las Condes y hasta ahora principal candidato a heredar la coalición que rodea a Piñera, salió a defender postulados socialdemócratas y se la jugó públicamente no solo por el “Apruebo”, sino incluso por la Convención Constitucional.

Su postura fue secundada por varias figuras del centroderecha (incluyendo a miembros del gabinete presidencial y antiguos líderes conservadores), con un ojo puesto en las encuestas y el otro en la elección presidencial de 2021. Un año de profundos cuestionamientos desde todos los ámbitos a las trabas del tribunal constitucional había finalmente hecho mella. La aprobación de la devolución del 10% de las cotizaciones de AFP, para la cual fue necesario de hecho transgredir a la constitución, terminó de abrirles los ojos: con o sin plebiscito, Chile avanzaba hacia cambios para los cuales la Carta Magna del 80 había quedado obsoleta.

El polo del “Rechazo” quedó relegado a una corriente grotesca y fanática, la que sigue defendiendo los “éxitos” de la dictadura, la que se manifestó en ruidosas pero inconsecuentes concentraciones que dejaron la imagen de ex militares armados burlándose de los muertos del estallido, de burguesas septuagenarias de labios pintados cantando el himno, sacudiendo la bandera nacional o besuqueando a los carabineros que las escoltaban. Conscientes de lo que supondría quedar vinculados a semejante postal ante la anunciada victoria del “Apruebo”, los liberales optaron por la mejor alternativa: adueñarse del proyecto.

El “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” con el que el gobierno torció el brazo a casi toda la oposición el año pasado dejó reglas establecidas que les aseguran un lugar en la cámara constituyente. Su discurso no apunta ya a la defensa a ultranza de las estructuras más objetadas del Estado, sino a reformas pactadas que les permitan atribuirse las mejoras. En caso de que algún epígrafe inquiete al sector económico, siempre podrán cerrarse en banda, echando mano de la regla de los dos tercios de quórum exigidos o del epígrafe 135 de las disposiciones especiales del pacto, que indica que la Nueva Constitución deberá “respetar los tratados internacionales vigentes”, lo que augura no pocas discusiones en la futura cámara.
 
Aún no hemos ganado nada

El sistema electoral que determinará a los constituyentes será idéntico al que rige las parlamentarias. No veremos a candidatos independientes midiéndose en igualdad de condiciones, pues las grandes coaliciones seguirán saliendo beneficiadas por el mecanismo de listas y cupos distritales. Presentándose a las elecciones en bloque, los intereses conservadores alcanzarían sin problemas ese tercio de la cámara que necesitan para impedir transformaciones estructurales.
Ninguna de las patas que conforman a la izquierda política chilena ha sido capaz de recoger la llama del movimiento social, que alimenta más la causa feminista o la del pueblo mapuche que las formaciones políticas progresistas. Los remanentes de la Nueva Mayoría (o vieja Concertación) caminan hacia la irrelevancia, sin liderazgo ni iniciativa, y ahora con la imagen de haber impedido la caída del gobierno más rechazado desde el retorno de la democracia. El Frente Amplio se dividió tras la firma del acuerdo constitucional, perdiendo algunas de las figuras más relevantes de la coalición y la aureola de entusiasmo que les permitió hace apenas unos años ser tercera fuerza. Nada apunta a que el movimiento social que nació en el último año vaya a delegarles la redacción de la constitución a menos que cedan parte de sus cupos a figuras reconocidas que logren atraer a los electores.

El anhelo de participación ciudadana directa, expresado con la victoria de la Convención Constitucional, está aún lejos de materializarse. Las leyes que podrían permitirla siguen dictándose desde un Congreso que hace oídos sordos a la crisis de legitimidad que atraviesa. La actual constitución prohíbe la postulación a cargos públicos de dirigentes sociales o sindicales. Y, hace solo unos días, se rechazó una moción que hubiera permitido a candidatos independientes formar pactos de cara a las elecciones de abril para vencer la tan temida dispersión de voto, lo que fue vivido como una nueva patada al bajo vientre del movimiento asambleario nacido de las protestas.
La desvinculación radical entre gobernantes y gobernados se redobló durante la campaña de las últimas semanas. Los partidos fueron casi invisibles y todo quedó en manos de las organizaciones de la sociedad civil que llevan una década exigiendo el cambio constitucional, de las que surgieron a partir del estallido, o de iniciativas individuales. Alejados de las cúpulas políticas, la fuerza radica en la escala territorial y vecinal. Su campaña, compuesta de una multitud de voces, se expresó a través de rayados en las paredes, banderines en los balcones, canciones, caravanas, ollas comunes, conversatorios y eslóganes compartidos en las redes y celulares, construyendo un relato cuasi homérico alimentado por la creatividad de todos sus integrantes y narradores, rico en poesía reivindicativa, por momentos revolucionaria, llamando a construir ese nuevo Chile entre todos en el que nadie manda, nadie sobra y nadie se queda atrás.

A lo largo del último año, el ejecutivo de Piñera y la dirigencia de carabineros se enfrentaron a una hidra a la que cada vez que cortaban una cabeza, le crecían dos. No ha habido mejor alcohol para las barricadas de Chile que la violencia desatada por la estrategia represiva, incapaz de comprender que se enfrenta a una multitud que construye mitos de cada derrota con la que el Estado busca someterlo. La fuerza artística y discursiva que lo envuelve lo agiganta y lo cubre de trascendencia. El movimiento se autoreconoce como un héroe a pecho descubierto enfrentado a fuerzas que lo superan, a las que solo podrá vencer con la pasión de la solidaridad, la colaboración y la épica. “Somos caleta, más que los pacos, somos más choros, peleamos sin guanaco”.

La obra colectiva de esta masa disgregada de estudiantes, trabajadores y pensionistas ha logrado dictar la agenda pública. Con sus reivindicaciones instalaron una discusión aún abierta acerca de la salud, la educación, el rol del Estado en la sociedad, el funcionamiento de las instituciones, la memoria, la justicia social, y caminan hacia la elaboración de una nueva carta magna “desde abajo” a través de las asambleas territoriales. Suyas fueron la iniciativa, las demandas y la campaña, y suyo es el resultado que tanto entusiasmo despierta ahora. Una consigna que se repetía en la calle era: “Aún no hemos ganado nada”. Las masivas celebraciones de anoche daban a entender que se hubiera conquistado el cielo. Pero entre el polvo de las lacrimógenas sigue flotando la posibilidad de estar reviviendo una historia por enésima vez.

Bailar frente al abismo

“La alegría ya viene”, el eslogan del referéndum con el que Chile diría “No” a Pinochet a finales de los ochenta, prometía con la imagen de un arco iris un país para todos que dejaría atrás los estragos de la dictadura. También para la victoria de aquel plebiscito resultó crucial la colaboración del tejido asociativo de los chilenos de a pie, que se organizaron en comandos que llegaban hasta las comunas más alejadas alentando el voto y llamando a vencer el miedo. Sin embargo, la reforma constitucional que se aprobaría al año siguiente acabó siendo presentada por el mismo dictador en cadena nacional. Los militares salían de la Moneda, pero no el “ladrillo” de los Chicago Boys.
Reduciéndolo todo al “Apruebo” o “Rechazo”, el referéndum constitucional de 1989, a solo seis meses de la victoria del “No”, colocó a la población ante una disyuntiva solo aparente entre el “Rechazo” y el “Apruebo”. La victoria no fue ninguna sorpresa, pero la Concertación lo interpretó como el respaldo definitivo a una constitución labrada entre cuatro paredes que dejaría el neoliberalismo amarrado durante décadas. Los comandos populares por el “No” se disolvieron. El magma colaborativo y popular que había permitido este salto fue lentamente diluyéndose hasta quedar arrinconado en un “sálvese quien pueda”: única forma de sobrevivir frente al endeudamiento perpetuo al que el modelo económico los condenó. Años después, aquel emotivo eslogan acabaría adaptándose al nuevo presente: “La alegría nunca llegó”.

La secuencia de movilización popular, entusiasmo, esperanza y posterior decepción se convertiría en la maldición de Chile. El ciclo se repetiría durante los gobiernos de Bachelet y con la aparición del Frente Amplio, ambos alentados por movilizaciones ciudadanas y llamados a cambios profundos que quedarían desdibujados antes de llegar a la meta. El ciclo podría reavivarse ante la elección de constituyentes que se producirá en abril.

La alternativa, dicen, supone asomarse a un abismo. El pasado 18 de octubre Karla Rubilar, ministra de Desarrollo Social, reveló en una entrevista lo que ya muchos sospechaban: previo a la firma del “Acuerdo por la Paz” en noviembre de 2019, ante una ola de protestas que no amainaba, el plan B que circuló en Palacio en caso de que la oposición no cediese a colaborar con sus firmas, era el Estado de Sitio “o algo mayor”. La solución política había sido pactada bajo amenaza militar.
 
Pateando piedras

Según el portal Documenta, un proyecto periodístico colaborativo de investigación, de las 1288 querellas presentadas contra agentes del Estado por el Instituto Nacional de Derechos Humanos a lo largo del último año, apenas 24 han alcanzado la fase de formalización. 1194 siguen en investigación. A este paso, los tribunales serán incapaces de cerrar la carpeta de 2019 hasta dentro de medio siglo. La sensación de impunidad es total. Los afectados, los familiares de detenidos, mutilados o asesinados, abandonados por el Estado, algunos sobreviviendo a base de rifas solidarias, seguirán viéndose empujados a buscar justicia en otra parte.

El Chile en el que siguen atrapados no ofrece salida a los “cabros” de la famosa Primera Línea. El 50% de los jóvenes se encontraban desempleados antes incluso de la llegada del virus. La pandemia desnudó las falencias del sistema público, dejó a muchos de sus padres cesantes y agudizó su falta de oportunidades. La moción para permitir votar a los menores de entre 16 y 18 años fue rechazada, dejándolos descontentos con los límites del proceso. El Sename, servicio nacional de menores del poder judicial, al que fueron a parar la mitad de los detenidos en las protestas, sigue siendo la misma institución que acumula desde hace años casos de pedofilia y maltrato. ¿Qué les ofrece el sistema a los cabros para que abandonen su guerra contra los “pacos”? ¿Se acordarán de ellos los millones que cantaron “El baile de los que sobran” por todo el país? ¿O aceptarán ahora el discurso institucional que antes rechazaron, y le será más fácil al Estado criminalizar a los que ayer fueron considerados héroes populares?
Abel Acuña, Mauricio Fredes, Gustavo Gatica, Fabiola Campillay, Matías Orellana… los mártires de la revuelta son ahora conocidos por todos, con nombres y apellidos. Los rostros de los asesinados o enceguecidos por balines y lacrimógenas protagonizan murales, pancartas, documentales, canciones. En la conmemoración del 18 de octubre, la familia de Mario Acuña, un hombre que quedara con parálisis cerebral tras una golpiza de carabineros a los pocos días de iniciadas las protestas, se personaría en la plaza de la Dignidad siendo rodeada de cariño por la multitud. Culminando la jornada, los manifestantes alzaron, ante la estatua del general Baquedano, una escultura metálica representando un ojo, icono ahora omnipresente para recordar a las más de cuatrocientas personas con lesiones oculares, muchas de ellas irreversibles, sin mencionar a los más de treinta muertos que deja el accionar policial. Para muchos un precio demasiado alto a pagar para un referéndum cuya victoria no les acerca a la reparación que merecen, y mientras no la reciban, nadie logrará que entreguen la calle: es lo único que tienen.

Hasta que la dignidad se haga costumbre

Con todo, el resultado demoledor del “Apruebo” supone una victoria moral y simbólica irrefutable: certifica el deseo de millones de ciudadanos de erradicar los resabios de la dictadura que todavía permean las instituciones y de reducir la brecha de desigualdad que separa entre chilenos “de primera” y “de segunda”. Habrá nueva constitución. La ventana de oportunidad está ahí, pero el tiempo apremia.
Si el 18 de octubre conmemora el día en que las evasiones del metro llegaron a su cénit y comenzaron las grandes protestas, ayer 25 fue el aniversario de “La marcha más grande de Chile”, aquella masiva movilización de más de un millón de personas que incluso Piñera celebró en sus redes sociales. El mandatario se avino entonces, luego de una semana de discurso belicista, a decir que “todos hemos escuchado el mensaje, todos hemos cambiado”. Luego pidió que volviera la normalidad, algo que como sabemos no sucedió. No fue muy distinto su discurso de anoche. Arropado de todo su gabinete, el presidente dijo sentirse “orgulloso de lo que juntos hemos logrado”, señaló que una Constitución “nunca parte de cero” y pidió a todos que volvieran pacíficamente a sus hogares. Tampoco esta vez le hicieron caso y el festejo se prolongó durante horas aún en pleno toque de queda.

Ambas fechas están relacionadas con el señalamiento de las grietas del sistema, pero marcan distintos momentos del mismo movimiento. El 18 se recuerda como un grito de hartazgo que llamó a la rabia y al espíritu combativo, y por primera vez, al contar las cabezas se descubrieron millones. La del 25 fue la gran demostración pacífica que reunió a sectores transversales y que pedía “que se vayan los milicos”. No parece casual que el gobierno haya elegido esta efeméride para celebrar el plebiscito. Acaso quiso demostrar que también “los de arriba” saben dar la pelea por los símbolos.

El futuro del proceso depende ahora de que la movilización colectiva sea capaz de colocar en la Convención a un número suficiente de figuras en las que pueda confiar. De lo contrario, la ventana que se ha abierto quedará en manos de los mismos que hace treinta años le dieron una nueva capa de pintura y la volvieron a sellar. La consigna ayer seguía siendo “hasta que la dignidad se haga costumbre” y está por verse si el proceso constitucional será capaz de llevarla a destino y no de vuelta a la bandeja de salida.

 

Nota publicada en Revista Crisis