Columnistas Uruguay

Denominaciones indígenas en la Banda Oriental: una discusión abierta

15 enero, 2018

Escrito por:



Imagen:

Zur

Denominaciones indígenas en la Banda Oriental: una discusión abierta


La complejidad de los etnónimos o denominaciones para los grupos indígenas ha sido blanco de grandes discusiones historiográficas, antropológicas y jurídicas. La relación entre el conglomerado de grupos encontrados por los europeos en la región y su vínculo con los grupos actuales es blanco de intensos debates que trascienden al ámbito académico. Esta edición de la columna Nderé ug udimar revisa la evolución histórica de los etnónimos en la Banda Oriental y presenta las categorías que se utilizan hoy para designar a quienes se auto reconocen como indígenas.


Contacto y colonización: una diversidad de etnonimos

Este periodo abarca desde los primeros contactos con los europeos hasta la consolidación del periodo colonial, hacía finales del siglo XVIII. Debe tenerse en cuenta que el Río de la Plata, a diferencia del resto de Hispanoamérica, fue un territorio de lenta colonización, lo cual explica algunas de las diferencias en las categorías utilizadas y en las características que tiene, en términos de Quijano, la colonialidad del poder en la región platense.

Los primeros europeos, llegados en el siglo XVI, describieron una gran variedad de pueblos para la región inicialmente llamada Banda de los Charrúas, posteriormente denominada Banda Oriental. La mayoría de estos pueblos entendían el tupí-guaraní, pero una gran parte tenía lenguas propias, diferentes del tronco guaraní. Algunos etnonimos descritos entonces son: charrúa, minuan, guenoa, yaro, guaná, bohan, chaná, timbú, mbegua, martindan, quiloaza, querandi, payagua, avipon, cario y guayanes, entre otros. Los sistemas productivos que los caracterizaban eran la caza-recolección y una agricultura incipiente. Tenían sistemas políticos sin estratificación social y sin centralismo, y en buena medida los caracterizaba un ethos guerrero muy fuerte. Estos elementos -además de la consideración de que estas eran “tierras sin ningún provecho” porque no había metales preciosos- fueron factores decisivos que enlentecieron la colonización de la región por más de un siglo.

Uno de los grandes debates de la etnohistoria en la región es saber si todos estos grupos descritos por españoles y portugueses eran realmente pueblos distintos o distintas parcialidades y/o clanes de un mismo pueblo. La realidad es que la acentuada subdivisión de las comunidades de la región es una construcción de los colonizadores: las autoridades coloniales consideraban la autonomía política de las distintas comunidades como entidades culturales independientes y les costaba entender que autonomía política y diferenciación cultural no necesariamente están relacionadas. El historiador Diego Bracco ha intentado desmostar como los guenoas y los minuanes son en realidad el mismo grupo. La diferencia radica en que “guenoa” los denominaba la autoridad colonial de la Compañía de Jesús y “minuan” los denominaban las autoridades militares de las Coronas de España y Portugal. Así, la relación con las autoridades coloniales es lo que construye los etnónimos.

Con la proliferación del ganado vacuno y caballar en la región, los pueblos cambian completamente su dinámica. El caballo se vuelve un arma sumamente poderosa para enfrentar la colonización. No obstante, también aumenta la codicia de las fuerzas colonizadoras. La riqueza en cueros y carnes que proporciona la ganadería convirtió a las “tierras sin ningún provecho” en “las minas de cuero”. Por otra parte, la evangelización de varios grupos indígenas por parte de las misiones religiosas de jesuitas y franciscanos provocó movimientos poblacionales y fortaleció la presencia de los grupos guaraní-parlantes en la región, ocasionando sangrientas guerras entre los grupos evangelizados y los no evangelizados.

En este periodo aparecen los etnónimos “tapés” e “infieles”. El primero hace referencia a los siete pueblos de las Misiones Orientales y significa en guaraní “camino”, en referencia a la ruta que conectaba a los siete pueblos. Los “indios infieles” son aquellos pertenecientes a cualquier grupo que no se haya evangelizado. Es así que las lógicas coloniales pasan de una microlización a una tendencia homogeneizadora. En principio la diferencia es entre grupos sedentarios y cristianos y grupos nómades y paganos. Sin embargo, todavía se mantenían diferencias culturales y políticas entre los grupos que con el transcurso del tiempo irán desapareciendo.

La homogeneización de los etnonimos

Hacía 1780 se consolida el etnónimo charrúa para designar a los grupos indígenas rebeldes en la región. Esto se debe a que las fuerzas coloniales fueron exterminando a los distintos grupos y los sobrevivientes se fueron plegando a los grupos más fuertes. Tanto Acosta y Lara como Bracco sostienen que a finales del siglo XVIII charrúas y guenoa-minuanes convivían y enfrentaban en conjunto a las autoridades coloniales de España y Portugal. A este frente heterogéneo de resistencia se lo denominaba “charrúa”. Entre 1780 y 1835 “charrúa” fue sinónimo de indígena rebelde, lo cual se inmortalizó a partir de la participación de dicho grupo en las guerras de independencia.

La tendencia homogeneizadora se consolida con el establecimiento de la República Oriental del Uruguay. La república criolla desarrolla una campaña militar de exterminio, centrada principalmente en los grupos charrúas pero que también abarcó a los indígenas cristianizados o tapés. La lógica punitiva de la novel república exigió una homogeneización absoluta. Es así como en los documentos aparece solo el etnónimo “indio” y este asociado a la delincuencia, la vagancia, la suciedad y la violencia. Es curioso como “indio”, una categoría inventada por los españoles, es consolidada por el estado criollo y su lógica de colonialismo interno.

Debido a las disputas entre españoles y portugueses por el control de la Banda Oriental, ambos bandos negociaban con los distintos grupos indígenas para que estos participen en la contienda. Españoles y portugueses pagaban tributos a los caciques para que estos estén a favor o en contra de su bando. Esta práctica es retomada por los criollos en la guerra de independencia, logrando el apoyo de los principales caciques. Sin embargo, una vez consolidado el estado-nación ya no fue necesario negociar con los caciques, sino que, por el contrario, el estado considerará a las autonomías indígenas como una amenaza a su soberanía.

Hacía el 900 se deja de hablar de “indios” y se empieza a decir que los pueblos originarios han sido erradicados del país. No obstante, la lógica racialista del estado sigue diferenciando a los indígenas de las poblaciones de origen europeo. Tanto mi bisabuela como mi abuela y mi padre tenían en sus documentos una categoría que decía “trigueño”. El “trigueño” es diferenciado del “blanco” y del “negro”. Es una forma de decir indígena sin decir indígena. Debido a que supuestamente el país estaba pacificado y “civilizado” era imposible que hubiese “indios”. Pero había poblaciones que claramente no correspondían a los grupos de origen inmigratorio europeo. Es así que surge una categoría que diferencia al mismo tiempo que invisibiliza.

Debido a que el tipo de colonialismo que se desarrollo en la Banda Oriental implicó sobre todo el reemplazo de las poblaciones originarias por colonos europeos, la categoría de “mestizo”, tan presente en otras regiones de América Latina, no tuvo aquí mucha gravitación. Como la colonización de la región fue más parecida a la de Estados Unidos que a la de México o Bolivia, se gestó un pensamiento binario de civilización contra barbarie. La civilización es la cultura occidental y el fenotipo caucásico. La barbarie son los indígenas, mestizos y afros. Para el estado estas poblaciones no europeas son casi lo mismo, son grupos a los que se margina y se intenta desaparecer y es por eso que en el sentido común uruguayo no existen los mestizos.

La contemporaneidad: entre la imposición de etnónimos y la autoidentificación

A finales de los años ochenta del siglo XX comienza a estructurarse el movimiento indígena nacional. Una persona clave en ese momento fue Nora Fernandez de Acosta y Lara, quien recuperó varias memorias familiares y ayudó a la realización del 1º Encuentro Nacional de Descendientes de Indígenas en 1988. Sin embargo, Nora Fernandez, estudiante de antropología y no indígena, estaba profundamente influida por la antropología culturalista y en consecuencia veía las cosas en términos de pureza cultural. Debido al mestizaje biológico y a la degradación cultural producto de siglos de despojo e imposición cultural, los charrúas contemporáneos no entraban en las categorías de la antropología culturalista. Se desarrolla entonces una categoría que habla de su pertenencia a un pueblo indígena y al mismo tiempo refiere a una comunidad incompleta y degradada: “descendiente de charrúas” y/o “descendiente de indígenas”.

La categoría del “descendiente” ha sido utilizada en Uruguay por historiadores, sociólogos y antropólogos. También es ampliamente usada por periodistas, el público en general y el estado. La complicidad entre academia y estado ha sido la gran responsable de su amplia difusión. Y ese proceso fue tan fuerte que muchas organizaciones indígenas se estructuraron bajo esa categoría. Pero cuando empezaron a aparecer quienes se autoidentificaban como “charrúas” y no como “descendientes” las lógicas coloniales de la actualidad quedaron en evidencia. Hoy en día, el estado, los periodistas, gran parte de la academia y el público en general quieren imponer la categoría del “descendiente” a las poblaciones indígenas, aun cuando esta es rechazada por ellas. Lo que esta por detrás de la discusión es el reconocimiento de este grupo como pueblo indígena y su derecho al territorio y la libre determinación. A diferencia de épocas pasadas, hoy existe jurisprudencia internacional en materia de derechos de los pueblos indígenas y si el estado reconoce que dichas poblaciones son un pueblo ancestral, se vería obligado a adoptar la Declaración de Naciones Unidas sobre Derechos de los Pueblos Indígenas. Por eso el estado nacional sigue considerando a los derechos indígenas como una amenaza.

El etnónimo “charrúa” contemporáneo se debe en gran parte a las conexiones de los charrúas del Uruguay con los de Entre Ríos, Argentina, especialmente al vínculo con la histórica líder del movimiento charrúa de Argenina, Rosa Albariño. A partir del año 2004, Albariño cruza de Entre Ríos al Uruguay y se contacta con los grupos que ya estaban aquí organizados. Ella es la que explica que lo de “descendiente” es una imposición colonialista y que más allá del mestizaje y la perdida cultural, los charrúas somos una nación. La reafirmación como nación y como pueblo indígena significaba que teníamos una historia milenaria en común, una cosmogonía y una tradición que se mantenían pese a las imposiciones colonialistas. Rosa Albariño murió en 2008, pero su legado continúa en ambas orillas del Río Uruguay. Es así que en los últimos años se ha luchado para que la Nación Charrúa sea reconocida como un pueblo pre existente al estado-nación uruguayo y se aplique en el país la legislación internacional sobre poblaciones indígenas.

Otra categoría que apareció en la contemporaneidad es la de “charruístas”. Esta categoría es utilizada principalmente por los detractores del movimiento charrúa, tanto en el ámbito académico como en el político. Ya en los años noventa surgieron historiadores y antropólogos que cuestionaban a las reemergentes organizaciones. Basados en la antropología culturalista, consideraban que los pueblos originarios en el país habían desaparecido y que el mestizaje, la perdida lingüística y de territorio nos volvía indignos para autoreconocernos como pueblo indígena. Además, desde estas posturas se cuestiona la reivindicación de una identidad charrúa con el argumento de que los tapé-guaraníes tuvieron un peso demográfico muy grande en el país. De este modo, fueron surgiendo etnonimos como “indiófilos”, “charrumaníacos” y “charrulandia”. En 2003, en un articulo del Anuario de Antropología Social y Cultural del Uruguay, el antropólogo Renzo Pi Hugarte inventó la categoría “charruísta”. Esta categoría no solo tuvo eco en el ámbito académico sino también en el político, particularmente en la derecha política, siendo utilizada por Julio María Sanguinetti, uno de los principales detractores del movimiento charrúa, en reiteradas oportunidades.

Indio, infiel, trigueño, indígena, son denominaciones que, entre otras, evidencian como los etnonimos se construyen a partir del relacionamiento con las autoridades coloniales y los grupos de poder. Desde la llegada de los europeos, hace 500 años, se han impuesto a nuestros pueblos categorías para podernos clasificar en marcos adecuados para nuestra dominación.

En muchos casos, los propios pueblos incorporan las categorías impuestas por la dominación, aunque más no sea para obtener beneficios dentro del sistema (ese puede ser el caso de la designación “tapé” o incluso de “indígena”). En algunos casos las categorías se adoptan como consecuencia del férreo sistema de opresión que se vive (estos son los casos de “indio” y de “descendiente”). Pero también sucede que, más allá de las imposiciones de quien domina, los propios pueblos generan etnónimos de resistencia. La resistencia al colonialismo, al despojo y a la imposición cultural es también productora de categorías que generan sentido de pertenencia (es el caso de “charrúa” y de “pueblos originarios”). La lucha marca una identidad que no puede ser borrada tan fácilmente. Nuestros pueblos tienen una continuidad desde hace 500 años que se ha evidenciado de formas diversas dependiendo de las distintas etapas colonialistas. Es por ello que cuando vemos o utilizamos un etnónimo tenemos que preguntarnos qué relaciones de poder, qué historias de dominación y qué resistencias hay atrás.