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Los incendios en Bolivia y la política de Estado

9 septiembre, 2019

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Zur

Los incendios en Bolivia y la política de Estado

La catástrofe ambiental que vive Bolivia –más de un mes de incendios que han arrasado dos millones de hectáreas en el oriente del país– es una cruda y dolorosa constatación de los efectos de un “modelo económico” que tiene como núcleo articulador a un extractivismo rapaz y en franca expansión.


Esto, a diferencia de otros momentos, es muy explícito, principalmente por la tan evidente alianza que el gobierno de Morales ha cultivado con el agronegocio latifundista –aquel que años atrás daba cuerpo a la denominada Media Luna–. Sin embargo, es importante anotar, y más en este contexto electoral, que esta catástrofe no es una anomalía, sino la continuación histórica de la política del Estado boliviano, aunque esta vez exacerbada y llevada a un extremo que pone en riesgo la vida humana y no humana de manera dantesca.

Pero ¿por qué es importante entender esta situación que vive el país como una continuación de la histórica política del Estado boliviano? –y no solo del gobierno actual-. Porque nos permite entender el motivo por el cual los señores Evo Morales, Carlos Mesa y Óscar Ortiz –los tres principales candidatos presidenciales– más allá de los matices discursivos y simbólicos, representan tres engranajes distintos pero complementarios de esta política de Estado. El neoliberalismo (expresado en Carlos Mesa) proyectó este modelo extractivo –aunque con poco éxito– hace ya varios años; el progresismo (expresado en Evo Morales) lo operó eficientemente; y uno de los más grandes beneficiarios fue la oligarquía agroindustrial/terrateniente del oriente boliviano (expresado en Óscar Ortiz), junto a los capitales transnacionales gringos, brasileros, chinos, europeos, etc.

Si bien la historia larga de lo que conocemos hoy como Bolivia ha girado en torno al extractivismo –primero minero y luego hidrocarburífero–, fue el neoliberalismo el que, en la década de los 90 y principios del 2000, intentó amplificar y diversificar este modelo, dando mayor empuje al capital transnacional y fortaleciendo al sector agroindustrial del oriente boliviano.

Si en algo comulgaban de manera conjunta Carlos Mesa y Gonzalo Sánchez de Lozada era en su profunda convicción de ese “modelo de desarrollo” neoliberal, no por nada fue el apoyo irrestricto que Mesa brindó a los intereses de las petroleras –por sobre todo interés nacional– durante su mandato. Sin embargo, ese neoliberalismo se encontró con un límite: una sociedad organizada que entre 2000 y 2005 se alzó desde las calles y puso un contundente freno a esta política de Estado.

Pero cuando el MAS ganó las elecciones ese límite, al contrario de lo que se esperaba, se difuminó. El gobierno se distanció de los horizontes y reivindicaciones de la luchas que lo llevaron a la presidencia para, poco a poco, ir pactando con los capitales transnacionales y la oligarquía terrateniente agroindustrial del oriente, a la vez que asumía la agenda de estos sectores como agenda propia; es decir, se hacía cargo de la histórica política de Estado extractivista. La única condición para impulsar aquella agenda fue lograr lo que el neoliberalismo no pudo: aplacar las fuerzas sociales en lucha. Ya sea por la vía de la subordinación o la represión, este gobierno desarticuló las resistencias y comenzó a gestionar la agenda del gran capital… y hasta hoy lo viene haciendo bastante bien.

Los datos son abrumadores. Como ejemplo: 1) en 2007 la superficie comprometida para la explotación hidrocarburífera era de 3 millones de hectáreas, en la actualidad esa cifra ascendió a más de 24 millones (afectando a 11 de 22 áreas protegidas) . 2) Para 2005 la producción de soya transgénica –que ya había sido legalizada por el gobierno de Mesa– era poco más del 20% del total de soya producida, hoy esa cifra se incrementó hasta el 99% (y más del 80% de la misma está en manos de empresas multinacionales).  Y, 3) sobre el tema concreto de la deforestación que está directamente relacionado con los incendios de hoy, el gobierno ha promovido una política de brutal devastación, por un lado a través de la legalización de desmontes (ley 337), que hasta el 2017 permitió legalizar más de 1,5 millones de hectáreas desmontadas de manera ilegal. Lo que se corresponde con otro dato inaudito, Bolivia tiene una tasa de deforestación per cápita 12 veces superior al promedio mundial, lo que lo sitúa –ya antes de los incendios– en el cuarto lugar como país con mayor deforestación per cápita del mundo .

Pero hay un tema más y que es fundamental ponerlo sobre la mesa: el histórico problema de la estructura agraria latifundista del oriente boliviano que continua incólume. El Estado boliviano –en sus distintas variantes gubernamentales: nacionalista revolucionario, neoliberal o masista– ha venido garantizando la gran propiedad agraria, incluso en la nueva carta magna ésta queda constitucionalizada. El 3.9% de las Unidades Productivas Agropecuarias del país tienen más del 79.4% de la tierra cultivable. Es por ello que cuando el gobierno intenta promover una expansión de la producción agrícola sin realizar una reforma agraria, la presión queda posicionada sobre los parques, áreas protegidas y territorios indígenas, que es lo que hoy en día literalmente arde (no así la gran propiedad latifundista).

Por ello es importante ampliar el enfoque de comprensión de lo que viene sucediendo, tanto por los incendios, pero también por todas las otras formas de agresión relacionadas con la expansión capitalista en Bolivia. No se trata solo de una política mal hecha, de una ley oportunista, tampoco de una alianza reciente o de un capitalismo en abstracto. Se trata de la organización de un mando político económico que ha sido capaz de desarticular las fuerzas sociales de lucha y resistencia y que, más allá de su forma y discurso –expresado en Morales, Mesa u Ortíz– tiende a consolidar este “modelo económico” de despojo, esta histórica política de Estado dominante.

Si miramos las cosas así y desde la digna rabia que nos envuelve por lo que sucede, veremos que nuestra prioridad no radica en volcar toda nuestra energía en la modificación electoral de los gobernantes que operaron y operarán la misma política de Estado –más allá de sus formas variantes–, sino que debe concentrarse en (re)organizar nuestras fuerzas autónomas y establecer nuestras propias alianzas, las que son por la vida concreta y cotidiana, aquellas que son capaces de poner límites efectivos a las políticas de despojo. Y en este momento, en Bolivia, las luchas territoriales y las luchas feministas –aquellas que se producen y se reproducen en los márgenes de la política electoral y que ponen la vida en el centro– son las que más han avanzado en este derrotero.